Este año, la celebración de los leales finados, caracterizada ahora por la añoranza de nuestros seres queridos, cobra un agravante mucho más, debido a la pandemia que estamos viviendo, donde muchos fueron al acercamiento de Dios. La suma de estos 2 causantes nos hace combatir entre los mayores misterios de la vida humana: su finitud y restricción, el punto culminante del enigma de la condición humana (cf. GS 18). Aun para esos que profesan una fe, como nosotros los católicos, que creemos en la Resurrección, la desaparición confronta nuestras opiniones y certidumbres. Nos encontramos tentados a culpar a Dios por la pérdida de un familiar o amigo. Si suponemos en el Dios de la vida, ¿por qué permite que esta experiencia le ocurra a sus hijos?
Esta semeja ser una pregunta que, en algún instante, le haremos a Dios en un intento de entender sus planes. Esta no es solo nuestra posición, en tanto que podemos ver en las páginas del Evangelio una escena muy afín a la que vivimos. Marta y María, al hallarse con Jesús tras la desaparición de su hermano Lázaro, manifiestan esta misma aflicción cuando le comunican: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría fallecido” (Jn 11, 21.32). Al lado de nosotros procuran explicaciones, realizando un ejercicio de imaginación de que esa historia podría haber sido diferente si Jesús hubiera estado con ellos.
A la luz de la enseñanza del Señor, la Iglesia enseña que la desaparición es, en determinado sentido, natural, por ser una de las marcas de la finitud de la criatura humana, que no es inmortal como Dios. Desde la visión de la fe, el objetivo de la vida es la “paga del pecado”, consecuencia de las malas elecciones del hombre, que desea ser como Dios, como vemos en el relato del Génesis. Dios no continúa indiferente frente al mal de sus hijos y se encarna para hacernos viable la salvación, ofrecida a los hombres mediante la distribución gratis de Jesús en la cruz. Dios mismo, totalmente sin pecado, se realizó pecado para que recuperáramos la adopción divina (cf. 2Cor 5,21). Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, pasó por la experiencia de la finitud, transformando la muerte, que ya no posee la última palabra. Por nuestro bautismo, ahora somos sepultados con Cristo, formamos parte de su distribución, para vivir una vida novedosa ahora aquí en esta tierra hasta que seamos terminantemente llamados por Dios. Nuestra configuración con Cristo, iniciada por el bautismo, perfeccionada por el resto sacramentos y por la vida de fe, se completa en el momento en que finalizamos nuestra peregrinación terrena, iniciando una exclusiva etapa, la vida eterna con Dios.
Por mucho que profesemos la resurrección, nuestra imaginación se limita a intentar comprender esta realidad. Mucho más que intentar entender el secreto de la finitud humana o de qué manera se hará la resurrección, lo que debe desbordar nuestro corazón es la promesa que procede de la fe, de que nosotros y nuestros hermanos finados no permanezcamos en la muerte, sino junto con el Dios de la vida. . En el instante de la muerte de su hermano, Marta y María, al postular que todo sería diferente si Jesús estuviese con ellas y a pesar de la tristeza, profesan su fe en el Profesor, fe que nace de la promesa de vida plena que el Señor les ha traído. nosotros, aun que no entendemos su manera de conducir nuestra historia. Él mismo afirma que Él es la Resurrección y que quien cree en Él, si bien muera, vivirá (cf. Jn 11,25), mostrando que Él es más grande que la desaparición.
Es obvio que cuando lloramos la pérdida de un ser querido, nos entristece su sepa, echando de menos los momentos vividos juntos. O sea normal; Jesús mismo lamentó la desaparición de su amigo. La Iglesia, al festejar el Día de los Fallecidos, no desea que nos entristezcamos una vez por año recordando a quienes nos antecedieron a la vida eterna. Ella desea alimentar en nosotros la promesa dada por Cristo mismo, no para el en este momento, sino para nuestra resurrección, nuestra vida transformada, cuando “Dios es todo en todos” (1Cor 15,28), lejos de todo sufrimiento, incluida la muerte corporal .
Recordemos, en estos tiempos, a tantos de nuestros seres queridos que partieron para la vivienda del Padre. No dejemos de rezar por los que nos anteceden, a fin de que estén cerca de Dios y también intercedan por nosotros. Sepamos plañir con los que lloran (cf. Rm 12,15), consolando a los necesitados, en la esperanza de que sea Dios mismo quien enjugará toda lágrima derramada por la tristeza y la añoranza (cf. Ap 21,4). ). Aprovechemos este instante anual para fortalecer nuestra fe, dando nuestra adhesión a la resurrección que viene de Dios. Que contemos con la intercesión de San José, patrón de la buena muerte, y de Nuestra Señora, la que intercede por todos nosotros pecadores, en este momento y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Artículo de Gustavo Laureano PintoSeminarista Diocesano de Teología