Tercera Meditación de Cuaresma: Texto Completo
Tercera Meditación de Cuaresma: Artículo Terminado
“Y tú, ¿quién dices que soy? Jesucristo verdadero Dios”, fue el tema de la tercera meditación de Cuaresma de fray Raniero Cantalamessa
“Y TÚ, ¿QUIÉN DICES QUE SOY YO?”
Jesucristo “Dios verdadero”
Tercer Sermón de Cuaresma
Padre Raniero Cantalamessa, OFMCap.
Debemos recordar resumidamente el tema y el espíritu de estas meditaciones de Cuaresma. Nos propusimos reaccionar a la tendencia muy difundida de charlar de la Iglesia “etsi Christus non daretur”, tal y como si Cristo no existiera, tal y como si fuera viable comprender todo sobre ella sin él. Nos propusimos, no obstante, reaccionar ante esto de una manera diferente a la frecuente: no buscando convencer al mundo y sus medios de fallo, sino renovando e intensificando nuestra fe en Cristo. No en clave apologética, sino más bien espiritualmente.
Para hablar de Cristo, escogemos el camino más seguro, que es el del dogma: Cristo verdadero hombre, Cristo verdadero Dios, Cristo solo una persona. Eso del dogma es un sendero que no tiene nada de viejo y obsoleto. “La terminología dogmática de la Iglesia primitiva –escribió Kierkegaard, entre los máximos representantes del pensamiento existencialista moderno– es como un castillo encantado, donde descansan en profundo sueño los mucho más graciosos príncipes y princesas. Es suficiente con despertarlos, a fin de que se levanten en su gloria”.[1].
Así, es exactamente esto: despertar los dogmas, infundirlos de vida, como cuando el Espíritu entró en los huesos secos vistos por Ezequiel y “vivieron y se levantaron sobre sus pies” (Ez 37,10). La última vez intentamos de llevar a cabo esto, en relación al dogma de Jesús “verdadero hombre”; hoy queremos llevarlo a cabo con el dogma de Cristo “verdadero Dios”.
El dogma de Cristo “verdadero Dios”
En el año 111 o 112 después de Cristo, Plinio el Joven, gobernador de Bitinia y el Ponto, escribió una carta al emperador Trajano, pidiéndole instrucciones sobre cómo comportarse en los procesos iniciados contra los cristianos. Según la información recogida –escribe al Emperador– “toda su culpa o fallo consistía en reunirse frecuentemente en un día fijo antes del amanecer y cantar, en coros alternos, un himno a Cristo como a un Dios”: carmen christo casi Deo dicere[2]. Estamos en Asia Menor, pocos años tras la muerte del último apóstol, Juan, ¡y los cristianos ya proclaman con cantos la divinidad de Cristo! La fe en la divinidad de Cristo nace con el nacimiento de la Iglesia.
Pero ¿qué hay de esta fe hoy? Hagamos primero una breve reconstrucción de la historia del dogma de la divinidad de Cristo. Fue ceremoniosamente sancionado en el Concilio de Nicea en 325, con las expresiones que repetimos en el Credo: “Creo en un solo Señor, Jesucristo… Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, de exactamente la misma substancia que el Padre”. Más allá de los términos empleados, el concepto profundo de la definición de Nicea –como se deduce de San Atanasio, quien fue su más leal testigo e intérprete– era que, en todas y cada una de las lenguas y en todas las temporadas, Cristo debe ser reconocido como Dios en toda su plenitud. sentido mucho más fuerte y superior que el que tiene la palabra “Dios” en un idioma y una cultura ciertos, y no en ningún otro sentido derivado y secundario.
Tomó casi un siglo de establecimiento antes de que esta verdad fuera recibida, en su forma extremista, por toda la cristiandad. Superados los reflujos del arrianismo por la llegada de los pueblos salvajes que habían recibido la primera evangelización de manos de los herejes (godos, visigodos y longobardos), el dogma pasó a ser patrimonio pacífico de toda la cristiandad, tanto oriental como occidental.
La Reforma protestante la sostuvo intacta y, además, aumentó su centralidad; no obstante, insertó en él un factor que, después, va a dar sitio a extensiones negativas. Para reaccionar al formalismo y nominalismo que reducía los dogmas a ejercicios de virtuosismo especulativo, los reformadores protestantes afirmaron: “Saber a Cristo significa reconocer sus bondades, no saber en sus naturalezas y métodos de encarnación”[3]. El Cristo “para mí” se vuelve más esencial que el Cristo “en sí”. El saber objetivo, dogmático, se enfrenta al conocimiento subjetivo, íntimo; Antes del testimonio externo de la Iglesia y de las Escrituras sobre Jesús, está el “testimonio interior” que el Espíritu Santo da a Jesús en el corazón de cada creyente.
La Ilustración y el racionalismo encontraron en esto el lote propicio para la demolición del dogma. Para Kant, lo que cuenta es el ideal ética propuesto por Cristo, mucho más que su persona. La teología liberal del siglo XIX redujo prácticamente el cristianismo a su dimensión ética y, en particular, a la experiencia de la paternidad de Dios. El Evangelio está desposeído de todo lo sobrenatural: milagros, visiones, la resurrección de Cristo. El cristianismo se convierte simplemente en un sublime ideal ético que puede prescindir de la divinidad de Cristo e inclusive de su vida histórica. Gandhi, que lamentablemente había conocido el cristianismo en esta versión reduccionista, escribió: “No me importaría aunque alguien demostrara que el hombre Jesús, de todos modos, jamás vivió, y que lo que se lee en los Evangelios no es más que el fruto de la imaginación del creador. Si bien el Sermón de la Montaña permaneció verdadero a mis ojos”6.
La versión mucho más próxima a nosotros de esta tendencia reduccionista del cristianismo es la que popularizó Bultmann, en nombre, en esta ocasión, de desmitificar: “La fórmula ‘Cristo es Dios’ -escribe- es falsa, en todos y cada uno de los sentidos, cuando ‘Dios ‘ se considera objetivable, así sea entendido según Arrio o según Nicea, en un sentido ortodoxo o liberal. Es preciso si ‘Dios’ se entiende como el acontecimiento de la agencia divina”[4]. En expresiones menos veladas: Cristo no Es Dios pero en Cristo hay (o ópera) Dios. Estamos lejísimos, como se ve, del dogma definido en Nicea. Se dice estimar, de este modo, interpretar el antiguo dogma con categorías modernas, pero, de todos modos, lo que se hace es regresar a ofrecer, a veces en los mismos términos, resoluciones anticuadas (Paulo de Samosata, Marcelo de Ancira, Fotino), ahora valorado y rechazado por la conciencia de la Iglesia.
Si de las discusiones de los teólogos, teniendo en cuenta distintas medites, se pasa a eso que, de la divinidad de Cristo, piensa la multitud común en los países cristianos, uno se queda sin palabras. Tras un concilio local dominado por los opositores de Nicea (Rímini, año 359), San Jerónimo escribió: El planeta entero “emitió un gemido y se sorprendió al verse ario”.[5]. Mucha más razón tendríamos que él para gemir y llevar a cabo nuestra su exclamación de estupor. Predicación para la Cuaresma – Cardenal Raniero Cantalamessa OFMCap
Cristo “Dios verdadero” en los Evangelios
Pero en este momento, debemos tener fe en nuestro propósito. Por tanto, dejemos de lado lo que el planeta piensa y busquemos despertar en nosotros la fe en la divinidad de Cristo. Una fe radiante, no difuminada, al unísono objetiva y subjetiva, o sea, no solo creída, sino también vivida. Asimismo vivido, a Jesús no le interesa tanto lo que digan de él los “hombres”, sino más bien lo que digan de él sus discípulos. La pregunta siempre y en todo momento está en el aire: “¿Y tú, quién afirmas que soy yo?”. (Mt 16,15). Es a ella a quien queremos tratar de contestar en esta meditación.
Partamos precisamente de los evangelios. En los sinópticos, la divinidad de Cristo jamás es declarado abiertamente, pero es de forma continua implícito. Debemos recordar algunas oraciones de Jesús: “El Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar los pecados” (Mt 9,6); “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y absolutamente nadie conoce al Padre sino más bien el Hijo” (Mt 11,27); “El cielo y la tierra van a pasar, pero mis expresiones jamás pasarán” (esta oración, presente idéntica en los tres Sinópticos)[6]. “El Hijo del Hombre es asimismo Señor del sábado” (Mc 2,28); “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, acompañado de todos y cada uno de los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Serán reunidas delante de él todas las naciones de la tierra, y los apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos» (Mt 25, 31-32). ¿Quién, sino Dios, puede perdonar los errores en su propio nombre y proclamarse juez final de la raza humana y de la historia?
Así como basta un mechón de cabello o una gota de saliva para reconstruir el ADN de una persona, así basta solo una línea del Evangelio, leída sin prejuicios, para reconstruir el ADN de Jesús, para conocer lo que creía de sí. , pero no podía decirlo abiertamente para no ser tergiversado. La trascendencia divina de Cristo transpira verdaderamente de cada página del Evangelio.
pero es más que nada Juan, quien logró de la divinidad de Cristo el objeto principal de su evangelio, el tema unificador. Concluye su evangelio diciendo: “Estos (signos) se han escrito a fin de que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y a fin de que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Jn 20,31). , y concluye su Primera Carta casi con exactamente las mismas palabras: “Les escribo estas cosas a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, a fin de que sepáis que tenéis vida eterna” (1 Jn 5,13).
Un día, como muchos otros, se encontraba celebrando Misa en un monasterio de clausura. El pasaje evangélico de la liturgia era la página de Juan, donde Jesús pronuncia reiteradamente su “Yo Soy”: “En verdad, si no pensáis que ‘Yo Soy’, moriréis en nuestros pecados… Cuando os hayáis levantado el Hijo del Hombre, entonces conoceréis que ‘Yo soy’… Antes que Abraham existiera, Yo soy” (Jn 8:24, 28, 58). Visto que las expresiones “Yo Soy”, contra toda regla gramatical, en el leccionario estuviesen escritas con 2 mayúsculas, unido sin duda a alguna otra causa mucho más enigmática, encendió una chispa. Esa palabra “explotó” en mí.
Sabía por mis estudios que en el Evangelio de Juan había varios “Yo Soy” ego eimi, pronunciado por Jesús. Sabía que éste era un hecho importante para su cristología; que, con éstos, Jesús se asigna el nombre que Dios reclama para sí en Isaías: “Para que me conozcáis y creáis, y entendáis que yo soy” (Is 43,10). Pero mi conocimiento era literario y también inerte, y no despertaba emociones particulares. Ese día, fue algo absolutamente diferente. Era el tiempo de Pascua y daba la sensación de que exactamente el mismo Resucitado proclamaba su nombre divino en el cielo y en la tierra. Su “¡Yo Soy!” alumbró y llenó el universo. Me sentí muy pequeño, como alguien que por casualidad mira, por al azar y desde la distancia, una escena improvisada y excepcional, o un enorme espectáculo de la naturaleza. No era más que una simple emoción de fe, nada más, sin embargo, de esas que, en el momento en que pasan, dejan una huella imborrable en el corazón.
Es asombroso la idea que el Espíritu de Jesús dejó a Juan llevar a cabo. Abrazó temas, símbolos, expectativas, en resumen, todo lo que estaba religiosamente vivo, tanto en el mundo judío como en el mundo helenístico, poniendo todo ello al servicio de una sola idea, mejor, de una sola persona: Jesucristo es el Hijo de Dios y el Salvador del mundo. Aprendió el lenguaje de los hombres de su tiempo, para gritar en la mitad de ellos, con todas sus fuerzas, la única verdad que salva, la Palabra por excelencia, “la Palabra”.
Sólo una seguridad revelada, que tiene tras de sí la autoridad y el poder de Dios y de su Espíritu, podría ser explicada en un libro con tanta insistencia y coherencia, llegando, desde incontables puntos diferentes, siempre a la misma conclusión: la naturaleza identitaria entre el Padre y el Hijo: “Yo y el Padre uno somos” (Jn 10,30). Un “único” (neutral unum), nota bien, ni una sola persona (masculino unus)!
“Corde creditur: se cree con el corazón”
En lo que se refiere a la humanidad, también con respecto a la divinidad de Cristo, tenemos la posibilidad de ahora enseñar de qué forma el dogma antiguo, objetivo y ontológico, es con la capacidad de aceptar y valorar los datos subjetivos y funcionales modernos, al tiempo que, como vimos, lo contrario era algo difícil. . Ninguna de las llamadas “Cristologías desde abajo”, aquellas, a entender, que parten de Jesús “profeta escatológico y supremo revelador del Padre”, o de Cristo, “el hombre en quien la conciencia de Dios alcanzó su máximo nivel” (F. Schleiermacher), o incluso de Cristo, “la persona humana en la que subsiste la naturaleza divina” (¡y no la persona divina que sobrevive en una naturaleza humana!): ninguna, repito, de estas cristologías logró elevarse a la punto de abrazar el auténtico misterio de la fe cristiana y salvaguardar la divinidad plena de Cristo. El motivo del fracaso lo explica Jesús y lo comprende bien Juan, que lo expone: “Absolutamente nadie ha subido al cielo sino más bien el que ha bajado del cielo” (Jn 3,13). En verdad, es posible que Dios, si así lo desea, se haga hombre, ¡pero no posiblemente el hombre se lleve a cabo Dios!
Con estas premisas, tenemos la posibilidad de volver a apreciar toda la dimensión subjetiva y personalista del dogma: el Cristo “para mí”, puesto en primer plano por los reformadores, el Cristo popular por sus beneficios y por el testimonio interior del Espíritu. Este es el mejor fruto del ecumenismo, el de las “diferencias reconciliadas”, no opuestas, como afirma nuestro Santo Padre. no es una concesión “pro bono pacis”, sino más bien una necesidad y un enriquecimiento recíproco. Todos requerimos dar a nuestra fe esta dimensión personal, íntima, a fin de que no sea una reiteración fallecida de fórmulas viejas o modernas. Sobre este punto, todos somos cuestionados: católicos, ortodoxos y protestantes por igual.
San Pablo dice que “es con el corazón que se cree para la justicia; y con la boca se profesa la fe para salvación” (Rm 10,10). “Es de las raíces del corazón que aflora la fe”, comenta Agostinho[7]. En la visión católica, como en la ortodoxa, y asimismo, después, en la protestante, la profesión de recta fe, es decir, el segundo instante de este desarrollo, ha cobrado con frecuencia tanta relevancia hasta el punto de dejar en la sombra ese primer momento que se desarrolla en lo mucho más recóndito del corazón. todos los tratados de fe, escrito después de Nicea, trata de la ortodoxia de la fe; el día de hoy se afirmaría fides quaeNo es posible fide quade las cosas por opinar, no del acto personal de creer.
Este primer acto de fe, exactamente porque tiene sitio en el corazón, es un acto “único”, que sólo puede ser realizado por el sujeto, en conjunto soledad con Dios. En el Evangelio de Juan, escuchamos a Jesús llevar a cabo repetidamente el interrogante: “¿Crees esto?” (Jn 9,35; Jn 11,26); y toda vez que esta pregunta suscita el grito de fe del corazón: “¡Sí, Señor, creo!”. El símbolo de fe de la Iglesia también empieza así, en singular: “Creo”, no: “Suponemos”.
Nosotros también debemos admitir pasar por este momento, sometiéndonos a este examen. Si a el interrogante de Jesús: “¿Crees esto?”, alguien responde en el instante, sin siquiera pensarlo: “Claro que creo”, e inclusive encuentra extraño que una pregunta similar se dirija a un fiel, un sacerdote o un obispo, así sea que afirme probablemente que aún no descubrió lo que verdaderamente significa opinar, nunca ha experimentado el gran vértigo de la razón que precede al acto de fe. La divinidad de Cristo es la cima más alta, el Everest de la fe. ¡Opinar en un Dios nativo de un establo y muerto en una cruz! O sea mucho más riguroso que opinar en un Dios lejano, que cada uno de ellos puede representar como le plazca.
Es necesario empezar a demoler en nosotros, leales y hombres de Iglesia, la falsa convicción de que vamos bien en la fe y que, en lo demás, todavía debemos trabajar por la caridad. Tal vez no sea bueno, quién sabe, por un rato, no queriendo mostrárselo a nadie, sino interiorizando la fe, redescubriendo sus raíces en el corazón!
Debemos recrear las condiciones para una reanudación de la fe en la divinidad de Cristo. Reproducir el impulso de fe del que nació el dogma de Nicea. El cuerpo de la Iglesia produjo una vez un esfuerzo supremo, con el que se elevó, en la fe, sobre todos los sistemas humanos y de todas las resistencias de la razón. La marea de la fe una vez llegó a su punto máximo, y su huella continuó en la roca. Sin embargo, el ascenso debe repetirse, la marca no es bastante. No basta con reiterar el Credo de Nicea; es requisito renovar el impulso de fe que entonces se tenía en la divinidad de Cristo y del que no hubo igual en los siglos.
La práctica de la Iglesia (¡y no sólo de la Iglesia Católica!) prevé una profesión de fe por la parte del candidato, antes de recibir el mandato de instruir teología. Esta profesión de fe ha implicado frecuentemente, aparte de la recitación del credo, el deber de educar algunas cosas concretas –y no educar otras igualmente exactas– que, en ese instante de la historia, eran temas especialmente sensibles. Piensa en el juramento contra el modernismo.
Me da la sensación de que sobre todo hay que revisar una cosa: que quien enseña teología a los futuros ministros del Evangelio cree firmemente en la divinidad de Cristo. Compruébalo con un discernimiento fraterno y franco, mejor que con un juramento. Hubo una generación de curas tras el Concilio (ciertamente no por causa del Concilio!) que salió del seminario y se presentó a la ordenación con ideas muy confusas y desenfocadas sobre quién era el Jesús que debía comunicar al pueblo y hacerse que se encuentra en el altar de la Misa. Muchas crisis sacerdotales, estoy convencido, comenzaron y empiezan aquí.
Ecumenismo y Evangelización
Lo que hemos destacado tiene importantes consecuencias también para el ecumenismo católico. Hay, en efecto, dos ecumenismos probables: el de la fe y el de la incredulidad; uno que reúne todos los que creen que Jesús es el Hijo de Dios y que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que reúne a todos los que se limitan a “interpretar” (cada uno de ellos a su forma y según su sistema filosófico) estas cosas Un ecumenismo en el que, en el más destacable de las situaciones, todo el planeta cree en las mismas cosas por el hecho de que ya absolutamente nadie cree verdaderamente en nada, en el sentido fuerte de la palabra “opinar”.
La distinción primordial entre espíritus, en el campo de la fe, no es la que distingue a católicos, ortodoxos y protestantes, sino la que distingue a los que creen en Cristo Hijo de Dios de los que no; según San Pablo, “todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro” (1Cor 1,2), y los que no lo invocan.
Hay una unidad novedosa y también invisible que se está formando y que pasa por las distintas Iglesias. Esta unidade invisível y también espiritual, por sua vez, tem necessidade vital do discernimento da teologia e do magistério, para não cair no perigo do fundamentalismo ou na vã presunção de poder conformar uma espécie de Igreja transversal, fora das Igrejas que ya están y también, particularmente, da Iglesia Católica. Pero una vez que esta tentación se atisba y se sobrepasa, es un hecho que ya no tenemos la posibilidad de permitirnos ignorar.
El verdadero “ecumenismo espiritual” no consiste sólo en rezar por la unidad de los cristianos, sino más bien en compartir exactamente la misma experiencia del Espíritu Santo. Consiste en lo que Agustín llama “societas sanctorum”, la comunión de los beatos, que, a veces lastimosamente, puede no coincidir con la “communio sacramentorum”, o sea, comunicar exactamente los mismos signos sacramentales.
La fe en la divinidad es importante más que nada en vista de la evangelización. Hay creaciones o estructuras metálicas fabricadas de tal forma que si tocas un punto preciso o levantas una piedra cierta, todo se desmorona. Tal es la edificación de la fe cristiana, y su “piedra angular” es la divinidad de Cristo. Una vez que esto se suprime, todo se desintegra y se desmorona, comenzando por la fe en la Trinidad. ¿De quién está formada la Trinidad, no es Cristo Dios? No en vano, basta poner entre paréntesis la divinidad de Cristo, que asimismo pone entre paréntesis la Trinidad.
San Agustín ha dicho: “No es enorme cosa creer que Jesús murió; esto creen hasta los paganos y los impíos; todo el planeta lo cree. Pero es una enorme cosa opinar que ha resucitado”. Y concluyó: “La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo”.[8]. Lo mismo debe decirse de la raza humana y divinidad de Cristo, cuya muerte y resurrección son las respectivas manifestaciones. Todos piensan que Jesús es un hombre; lo que hace la diferencia entre fieles y no creyentes es opinar que él también es Dios. ¡La fe de los cristianos es la divinidad de Cristo!
“Conocer a Cristo es reconocer sus provecho”
“Entender a Cristo es reconocer sus provecho”, escuchamos. Concluyamos precisamente recordando 2 de estos provecho, que son los mucho más capaces de contestar a las pretensiones profundas del hombre de hoy y de siempre y en todo momento: la necesidad de sentido y la necesidad de vida.
No es cierto que el hombre moderno haya dejado de preguntarse por el sentido de la vida. Hace unos años un popular intelectual escribió: “La religión morirá. No es un deseo y bastante menos una profecía. Ya es un hecho que espera su cumplimiento… Nuestra generación, y quizás la de nuestros hijos, desaparecida, absolutamente nadie considerará la necesidad de dar sentido a la vida como un inconveniente verdaderamente primordial… La tecnología llevó la religión a su ocaso”[9]. Como es natural, uno no se pregunta sobre el sentido último de la vida quien se ha destinado a otras cosas… Pero en el momento en que estas desaparecen –la juventud, la salud, la fama– varios se vuelven a llevar a cabo esa pregunta. Lo hacen aún mucho más en este tiempo de pandemia en el momento en que, de manera frecuente encerrados en el hogar, hombres y mujeres por último tuvieron tiempo para pensar y cuestionarse.
Hay una pintura, entre las más reconocidas del arte moderno, que representa visiblemente hacia dónde conduce la convicción de que la vida carece de sentido. En un fondo rojizo que inspira angustia, un hombre cruza corriendo un puente, pasando al lado de dos individuos que parecen ajenos y también indiferentes a todo; tiene ojos garabateados; con las manos alrededor de la boca, emite un grito y se comprende que es un grito de desesperación.
Jesús dijo: “Yo soy la luz de todo el mundo. El que me prosigue no anda en tinieblas” (Jn 8,12). Quien cree en Cristo tiene la oportunidad de resistir la enorme tentación de la falta de sentido de la vida, que muchas veces transporta al suicidio. Los que creen en Cristo no pasean en tinieblas: saben de dónde vienen, saben adónde van y qué llevar a cabo mientras tanto. ¡Más que nada, sabe que es amado por alguien y que ese alguien dio su historia para demostrarlo!
Jesús también dijo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque esté fallecido, va a vivir” (Jn 11,25). Y el evangelista escribirá más tarde a los cristianos: “Os escribo estas cosas a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, a fin de que sepáis que tenéis vida eterna (…). Él es el Dios verdadero y la Vida eterna” (1 Juan 5:13, 20). exactamente por el hecho de que Cristo es “Dios verdadero”, es también “vida eterna” y da vida eterna. Esto no necesariamente nos quita el temor a la desaparición, pero le da al fiel la seguridad de que nuestra vida no acaba con ella.
Repensemos algo de todo lo mencionado en el momento en que, el domingo, proclamamos el segundo artículo del Credo:
Creo en un solo Señor, Jesucristo,
Hijo unigénito de Dios,
nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios, luz de luz,
Dios verdadero de Dios verdadero,
generado, no creado,
consustancial al Padre.
Por él fueron hechas todas las cosas.
Como esto:
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Esperamos que le gustara nuestro articulo Tercera Meditación de Cuaresma: Texto Completo
y todo lo relaciona a Dios , al Santo , nuestra iglesia para el Cristiano y Catolico .
Cosas interesantes de saber el significado : Dios