Por qué la equidad, la diversidad y la inclusión no son valores absolutos

(Imagen: Brittani Burns/Unsplash.com)

A raíz de la Revolución Francesa, el triplete de “libertad, igualdad, fraternidad” surgió como una brújula moral para la sociedad secular.

Algo similar ha sucedido hoy en lo que se refiere a “equidad, diversidad e inclusión”. Para la mayoría de los expertos y activistas sociales, al menos en Occidente, estos tres valores funcionan como normas fundamentales, verdades morales evidentes por sí mismas de valor absoluto que deben guiar nuestro comportamiento tanto a nivel personal como institucional. Pero esto no puede ser correcto. Porque lo que sea que desempeñe ese papel determinante debe ser bueno en sí mismo, valioso en todas y cada una de las circunstancias, incapaz de ser posicionado por un valor superior.

Ni la equidad, ni la diversidad, ni la inclusión disfrutan de estas prerrogativas, y esto puede demostrarse con bastante facilidad.

Primero, consideremos la equidad. Efectivamente, fomentar la igualdad es un alto valor moral en la medida en que todas las personas son idénticas en dignidad y merecen igualmente respeto. Esta intuición ética está incrustada en la Declaración de Independencia: “Todos los hombres son creados iguales y su creador los dota de ciertos derechos inalienables”. Es, por tanto, un imperativo moral que todas las personas sean consideradas una y la misma ante la ley y se les proporcione, en la medida de lo posible, la paridad de oportunidades en los ámbitos educativo, económico y cultural.

¿Pero equidad en todas las cosas? Absolutamente no. Muchas desigualdades que existen dentro de la sociedad humana —diferencias en inteligencia, creatividad, habilidad, coraje, energía, etc.— se dan de forma natural y sólo podrían eliminarse mediante una nivelación brutalmente impuesta. Y lo que se sigue de estas desigualdades naturales es una desigualdad dramática en el resultado: diferentes niveles de logro en todos los ámbitos de la vida. Sin duda, algunas de estas diferencias son el resultado de prejuicios e injusticias, y cuando este es el caso, se deben tomar medidas enérgicas para corregir el error.

Pero una imposición general de equidad en los resultados en toda nuestra sociedad daría como resultado una violación masiva de la justicia y solo sería posible mediante el tipo de arreglo político más totalitario.

Ahora, echemos un vistazo a la diversidad. Podría decirse que el problema más antiguo en la historia de la filosofía es el del uno y los muchos, es decir, cómo pensar con claridad sobre la relación entre la unidad y la pluralidad en todos los niveles de la existencia. Creo que es justo decir que, en los últimos cuarenta años, hemos enfatizado masivamente el lado “muchos” de este asunto, celebrando en cada oportunidad la variedad, la diferencia y la creatividad, y tendiendo a satanizar la unidad como opresión.

Dios sabe que los terribles totalitarismos del siglo XX proporcionaron amplia evidencia de que la unidad tiene un lado oscuro. Y la multiformidad en la expresión cultural, en el estilo personal, en los modos de pensar, en la etnicidad, etc. es maravillosa y enriquecedora. Así que el cultivo de la diversidad es de hecho un valor moral. ¿Pero es un valor absoluto? En absoluto, y un momento de reflexión lo aclara.

Cuando se enfatiza unilateralmente lo múltiple, perdemos cualquier sentido de los valores y prácticas que deberían unirnos. Esto es obvio en el énfasis actual en el derecho del individuo a determinar sus propios valores y verdades, incluso hasta el punto de dictar su propio género y sexualidad. Esta hipervalorización de la diversidad nos aprisiona a cada uno de nosotros en nuestras propias islas separadas de autoestima y da lugar a disputas constantes. Exigimos en voz alta que se respeten nuestras decisiones y se toleren nuestras posturas, pero los lazos que nos unen se han ido.

Y finalmente, echemos un vistazo a la inclusión. De los tres, este es probablemente el más preciado en la cultura secular de hoy. A toda costa, se nos dice una y otra vez, debemos ser inclusivos. Una vez más, hay un valor moral obvio en esta postura. Cada uno de nosotros ha sentido el aguijón de la exclusión injusta, esa sensación de estar en el lado equivocado de una división social arbitraria, sin permitirse pertenecer a la multitud “in”. Que clases enteras de personas, de hecho razas y grupos étnicos enteros, han sufrido esta indignidad es incuestionable. De ahí que el llamado a incluir en lugar de excluir, a construir puentes en lugar de muros, es totalmente comprensible y moralmente loable.

Sin embargo, la inclusión no puede ser un valor y un bien absoluto. En primer lugar, podríamos llamar la atención sobre un enigma con respecto a la inclusión. Cuando una persona quiere ser incluida, quiere formar parte de un grupo o de una sociedad o de una economía o de una cultura que tiene una forma particular. Por ejemplo, un inmigrante que anhela ser bienvenido en Estados Unidos quiere participar en una sociedad política totalmente distintiva; cuando alguien quiere ser incluido en la sociedad de Abraham Lincoln, busca entrar en una comunidad muy circunscrita.

En otras palabras, ¡él o ella desea ser incluido en una colectividad que es, al menos hasta cierto punto, exclusiva! La inclusión absoluta o universal es, de hecho, operativamente una contradicción.

Tal vez este principio se pueda ver con mayor claridad en lo que se refiere a la Iglesia. Por un lado, la Iglesia está destinada a llegar a todos, como lo sugiere simbólicamente la columnata de Bernini fuera de la Basílica de San Pedro. Sin embargo, al mismo tiempo, la Iglesia es una sociedad muy definida, con reglas estrictas, expectativas y estructuras internas. Por su naturaleza, por lo tanto, excluye ciertas formas de pensamiento y comportamiento.

Una vez le preguntaron al cardenal Francis George si todos son bienvenidos en la Iglesia. Él respondió: “Sí, pero en los términos de Cristo, no en los de ellos”. En una palabra, existe una sana y necesaria tensión entre inclusión y exclusión en toda comunidad correctamente ordenada.

Habiendo demostrado que ninguno de los tres grandes valores seculares es de hecho un valor absoluto, ¿nos quedamos en una estacada, obligados a aceptar una especie de relativismo moral? ¡No! En efecto, se puede nombrar claramente el valor supremo que posiciona a todo otro valor, el insuperable bien moral del que participan todos los bienes subordinados. Es el amor, que es querer el bien del otro como otro, que en verdad es la misma naturaleza y esencia de Dios.

¿Son valiosas la equidad, la diversidad y la inclusión? Sí, precisamente en la medida en que son expresiones de amor; no, en la medida en que se oponen al amor. Comprender esto es de crucial importancia en la conversación moral que debe tener nuestra sociedad.