Peregrinos de Dios – Tercer Domingo después de Pascua

Haz, oh Señor, que las cosas terrenas no detengan mi corazón y no le impidan aspirar al cielo.
1 – La liturgia de el día de hoy comienza a orientar nuestro pensamiento hacia la próxima Ascensión de Jesús al cielo. “En breve y ya no me vais a ver… porque voy al Padre”. El Evangelio del día (Jn 16, 16-22), que relata este pasaje, está tomado del alegato que el Señor dirigió a los Apóstoles la noche de la Última Cena, para prepararlos a Su partida, antes de partir a la Pasión, pero a la Iglesia le gusta presentárnosla el día de hoy como el alegato de despedida de Jesús antes de su Ascensión. Una vez cumplida su misión, debe regresar al Padre que lo envió. Un día nos sucederá lo mismo: la tierra no es nuestro hogar permanente, sino solo el sitio de nuestra peregrinación. Y Jesús dijo: “Un tanto y no me veréis más; y nuevamente un poco, y me veréis. Estas palabras, oscuras para los Apóstoles que no las entendieron, son considerablemente más claras para nosotros el día de hoy. “Un poco” significa el tiempo de nuestra vida – que en comparación con la eternidad es poquísimo – y llegará asimismo el tiempo de que dejemos la tierra para seguir a Jesús hasta el cielo, donde lo veremos en la gloria. Y entonces, como dijo el Señor, “nuestro corazón se alegrará, nadie nos quitará nuestra alegría”. Pero antes de llegar a este final feliz, es necesario pasar por las adversidades, luchas y sufrimientos de la vida terrena. Aunque todo esto sea “poco” relacionado con el “inconmensurable peso de gloria que nos espera” (cf. 2 Cor. 4, 17), el Señor sabe que para nosotros, atrapados como nos encontramos por las contrariedades de la vida terrena, es “muy” y dolorosa, y por eso nos advierte que no nos escandalicemos: “lloraréis y gemiréis y el mundo se alegrará”. El mundo disfruta y desea disfrutar a toda costa, completamente inmerso en los placeres de la vida presente, sin pensar en lo que le espera más allá. Y si no puede huír de los inevitables sufrimientos de la vida, trata de sofocar el mal con exitación, sacrificándose por extraer el mayor disfrute posible de cada instante fugaz. El católico que se impone una vida de sacrificio y de renuncia no actúa así y, frente a una felicidad sobrehumano: “vais a estar tristes –afirma Jesús– pero vuestra tristeza se convertirá en alegría”.
2 – La Epístola (I Pedro 2, 11-19) asimismo nos exhorta a vivir en la tierra con la mirada puesta en el cielo: “Amadísimos – afirma San Pedro – les suplico, como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales esa guerra contra el alma”. El peregrino no puede tomarse tiempo para disfrutar del alivio y la alegría que halla en su sendero sin comprometer el buen éxito de su sendero y aun sin correr el peligro de no llegar a la misión. De igual forma el cristiano, peregrino de Dios, no puede detenerse en los bienes terrenales; sin duda podrá usarlos y aun gozarlos si la Providencia se los pone en su camino, pero con un corazón desprendido que instantaneamente los sobrepasa; nada puede entorpecer su paso porque tiene prisa por llegar al final. La vida del católico es la vida de un viajero en tierra extranjera que nunca se detiene pues está ansioso por llegar a su patria. Muy acertadamente, el Misterio de la Misa pone hoy en nuestros labios la siguiente oración: “Por estos secretos, concédenos, Señor, que desdeñando los deseos terrenales, aprendamos a amar las cosas celestiales”. Oración de la que estamos muy necesitados, pues las satisfacciones y los bienes presentes, con su naturaleza concreta, siempre y en todo momento pueden conseguir el poder de nuestros sentimientos y de nuestro corazón, disminuyendo nuestro anhelo del cielo y haciéndonos olvidar algo de la expiración del tiempo. es terrenal.
Otra característica del peregrino es que no está satisfecho hasta el momento en que llega a su tierra natal, lo que arroja un velo de tristeza sobre su historia. Incluso los cristianos, peregrinos de Dios, no tienen la posibilidad de estar completamente satisfechos hasta el momento en que alcanzan el cielo y tienen a Dios. Corre suspirando por Él, acelerando el paso, consolado por la promesa de encontrarse un día con Él “frente a frente”, pero esta esperanza incluye un sentimiento de tristeza porque espera lo que aún no tiene. Es el santo dolor de los que buscan a Dios. Demos gracias al Señor si nos hace experimentarlo: es una buena señal, es una señal de que nuestro corazón está atenazado por su amor y que las cosas terrenas por el momento no tienen la posibilidad de satisfacerlo. Debemos recordar, pues, de nuevo la consoladora promesa de Jesús: “tu dolor se transformará en alegría”.
Coloquio – “Oh mi delicia, Señor de toda la creación y mi Dios, ¿cuánto tiempo aguardaré para ver Tu presencia? ¡Oh larga vida! ¡Oh vida dolorosa! ¡Oh vida que no se vive! ¡Oh! ¡Qué soledad tan solitaria, tan desesperada! ¿Para cuándo, Señor, cuándo? ¿Hasta cuándo?… ¿Qué haré, mi amor, qué voy a hacer? ¿Desearé no desearte? Oh Santo dios y Creador mío, hieres y no aplicas medicina, hieres y la herida no se observa; ¡Matas, y te vas con mucho más vida! De todos modos, haz cuanto quieras, con lo poderoso que eres… Así sea, Santo dios, por el hecho de que tú lo deseas, que yo no quiero nada más que quererte.
“¡Oh mi Creador! Mi enorme dolor me hace lamentarme y decir lo que no posee remedio hasta que Tú lo desees. Mi alma, tan presa, quiere su independencia, queriendo no dejar ni un punto de lo que Tú deseas. ¡Oh Gloria mía, haz medrar su mal o remedialo completamente!
“¡Oh muerte, muerte, no existe quien logre temerte, porque la vida está en ti! Pero ¿quién no temerá haber gastado una parte de ella en no amar a su Dios? Y si me pasó esto, ¿qué pido y qué quiero? ¿Quizás el castigo tan merecido por mis faltas? No lo permitas, bien mío, que te costó rescatarme.
“Oh alma bendita, que se lleve a cabo la intención de tu Dios, te es conveniente. Sírvanle y esperen en su misericordia, que remediará su mal en el momento en que la penitencia de sus faltas les haya ganado algún perdón. No quieres disfrutar sin sufrir.
“¡Oh mi verdadero Señor y Rey! ni para eso sirvo, si tu mano soberana y grandeza no me benefician, pues con ella todo lo podré” (TJ Ex. 6).
Intimidad Divina, Meditaciones de Vida Interior para Todos y cada uno de los Días del Año, P. Gabriel de Sta M. Madalena OCD 1952.