El alma que busca a Dios semeja decir con Heráclito: “Me procuré a mí mismo” (fragmento 249). El movimiento es divino, sin embargo, Dios busca el alma y, como un relámpago divino, el alma se busca a sí, y en lo mucho más íntimo de sí misma halla a Dios. Este movimiento se caracteriza para nosotros como un espíritu de oración y devoción. San Francisco vivió intensamente esta situación: “A lo largo de veinte años, cuerpo y alma se consumieron, para que Dios, los hombres y las criaturas conservaran el derecho a ser amados en sus propios valores” [1]. San Francisco “se encontraba todos los días y de forma continua comentando de Jesús, y de cómo su charla era dulce, suave, benevolente y llena de amor. Su boca charló desde la abundancia de su corazón, y la fuente de amor iluminado que llenaba todo su ser se desbordó. Poseyó a Jesús de muchas maneras: Siempre y en todo momento llevé a Jesús en mi corazón, Jesús en mi boca, Jesús en mis oídos, Jesús en mis ojos, Jesús en mis manos, Jesús en todas y cada una mis otras extremidades”. (1 Cel 115). Por ende, “nada extraordinario, por tanto, que él apareciese ‘a los ojos de los mortales como un hombre extraordinario, un hombre de otro mundo’ como una ‘custodia viviente’ del mismo Cristo (1Cel 82)” [2]. Francisco buscó este espíritu de oración y devoción en “la memoria de Jesús crucificado y permaneció regularmente en su alma, como la bolsa de mirra sobre el corazón de la esposa del Cantar de los Cantares, y en la vehemencia de su amor extático deseaba transformaos enteramente en aquel Cristo crucificado» (LM 9, 2).
“Por el ejercicio continuo de la oración y la práctica de las virtudes, el hombre de Dios había llegado a tal pureza de alma que, sin haber adquirido conocimiento de los libros sagrados por el estudio, sino iluminado por las luces de lo prominente, penetraba con admirable agudeza hasta lo mucho más profundo de las Escrituras. Su espíritu, libre de toda mancha, penetró en los mucho más ocultos misterios, y donde no pudo llegar la ciencia adquirida, penetró el cariño del discípulo amoroso. En ocasiones leía los libros sagrados, y todo cuanto captaba su inteligencia, lo retenía tenazmente la memoria, por el hecho de que el oído atento de su alma percibía lo que el corazón amante repetía sin descanso” (LM 11, 1).
En el itinerario franciscano se valora la genuina humanidad en el camino hacia Dios, es decir, todo lo humano no es extraño, como apunta san Agustín. Sin embargo, este camino se formará más como itinerario cuando esté fundado en la conciencia y fundamentado en la verdad misma de vida de quien lo transita. Esta conciencia va a ayudar a que el desánimo y las dificultades del sendero no dejen que el alma franciscana se estanque en un viable desánimo o incredulidad, sino la lleve, como Francisco, a la oración”Señor, ilumina las tinieblas de mi corazón.”. La oración devota de san Francisco supera todas y cada una de las barreras, aun las más bien difíciles, ya que “entendemos realmente bien que su espíritu está admirablemente unido a Dios en las mansiones eternas” [3]:
Sintió que se ofendía dificultosamente a sí mismo en el momento en que, entregado a la oración, lo asaltaban las dispesiones. Cuando sucedió algo de esta manera, no escatimó en la confesión, para conseguir una expiación completa. Se acostumbró a este esfuerzo hasta tal punto que era rarísimo ser atormentado por este tipo de “moscas”. A lo largo de la Cuaresma, hizo un pequeño jarrón, dedicándole algo de tiempo para no desperdiciarlo. Un día, en el momento en que se encontraba rezando devotamente la hora del martes, miró de forma casual el jarrón y sintió que su hombre interior había sido dañado por el furor. Sintiéndose apenado por haber interrumpido la voz del corazón que se volvía a Dios, en el momento en que acabó el martes, dijo a los frailes que escuchaban: “¡Qué obra tan tonta es esta, que tenía tanto poder sobre mí para distraer mi atención! Lo sacrificaré al Señor, pues él ha impedido su sacrificio”. Dicho esto, tomó la vasija y la arrojó al fuego. Dijo asimismo: “Avergoncemonos de las distracciones que nos arrastran en el momento en que, en oración, estamos hablando con el Enorme Rey”. (2 Cel, 63, 97).
Santa Clara en su regla nos ofrece una profunda y experimentada exhortación sobre el espíritu de oración y devoción: “A fin de que, quitando la ociosidad, contrincante del alma, no se apague el espíritu de santa oración y devoción, al que se ocupan otros las cosas deben ser útil” (RegSC 7, 2). Sostener el espíritu de devoción y oración es, ante todo, querer a Dios sobre todas las cosas, es cumplir el mandamiento de Jesús. ¡Es adorarlo! En la carta a los leales san Francisco nos exhorta a esto: “Amemos, pues, a Dios y adorémosle con corazón y espíritu puros, pues él mismo lo demandó sobre todas las cosas, diciendo: “Los auténticos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues todo el que lo adora, en espíritu y de verdad es necesario que adore” (Jn 4, 23-24). Y queremos ofrecerle nuestras alabanzas y frases de día y a la noche, diciendo: “Padre nuestro que andas en los cielos”, por el hecho de que “en todo tiempo hay que orar y no desmayar” (Lc 18,1)” (2CFi 19-21). ).
El Espíritu de san Francisco cumplió estrictamente esta realidad, y en no pocas oportunidades tuvo la gracia del éxtasis de Dios, de la fracción de segundo en que Dios se hace pleno en el humano y el humano pleno en Dios. Como todavía nos dice Santa Clara: agarrar el susurro furtivo de Dios. Francisco lo logró múltiples veces:
“Francisco fue colmado poco a poco más del consuelo y la gracia del Espíritu Santo. … Un día fue a un espacio de oración, como acostumbraba a llevar a cabo. Allí, orando con temor y temblor, repetía sin cesar: “Dios, ten piedad de mí, pecador”. Las profundidades de su corazón han comenzado a desbordarse con una alegría incontable. Se sintió desmayarse, los temores y la oscuridad que se habían juntado en su corazón se disiparon. Embelesado en el éxtasis y totalmente absorto en la claridad, su mente se amplió y pudo ver precisamente los hechos futuros” (1Cel-I, 26).
Y además de esto,
“De manera frecuente se dejaba llevar por tal exitación en la contemplación que estaba fuera de sí y no revelaba a nadie las experiencias sobrehumanas que había tenido. Pero, desde un hecho, que una vez llamó la atención, tenemos la posibilidad de calcular la continuidad con la que se encontraba absorto en los bienestares celestiales. Iba montado en un burro y tenía que pasar por Borgo San Sepolcro. Como deseaba proceder a descansar a una vivienda de leprosos, bastante gente se enteraron del paso del hombre de Dios. De todas y cada una partes asistían hombres y mujeres a verlo, deseando tocarlo con la frecuente devoción. Lo apretaron, empujaron y cortaron trozos de su túnica. Parecía insensible a todo y, como un cadáver, no se percataba de nada de lo que sucedía. Al fin llegaron al lugar. Un buen tiempo tras haber salido de Borgo, el contemplador de las cosas del cielo, tal y como si regresara de lejos, preguntó con interés cuándo llegarían a Borgo” (2Cel, 63, 98).
Todos nosotros, de hecho todos nosotros, nos encontramos convidados y ayudados por Francisco que intercede por nosotros frente Nuestro Señor, para buscar, cada día, la unión con el Divino Marido, es entonces cuando estamos unidos a Cristo y abiertos a la acción de El espíritu santurrón. El mismo Francisco nos dice:
“Y todos y cada uno de los hombres y mujeres que hagan esto y perseveren hasta el final, verán “el Espíritu del Señor reposar sobre ellos” (Is 11, 2), y Él va a hacer Su morada permanente en ellos (Jn 14, 23), y van a ser hijos del Padre celestial (Mt 5,45), cuyas proyectos hacen. Y son Esposos, Hermanos y Madre de Nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt 12,48-50). Somos esposos en el momento en que el alma fiel se une a Jesucristo por el Espíritu Santurrón. somos sus hermanos, cuando hacemos la voluntad del Padre que está en los cielos (Mt, 12,50); somos madres cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo por amor y conciencia pura y honesta; le damos a luz por santa operación a fin de que resplandezca como un ejemplo a el resto” (2CtFi, 48-53).
Por eso, con el humus del espíritu que nos une a todos, oremos con el espíritu de poesía y de santidad que nos inspira Francisco:
“No deseemos otra cosa, ni carezcamos, ni agrademos, ni nos regocijemos, sino nuestro Constructor y Redentor y Salvador, el único Dios verdadero, que es todo bien, todo bien, todo bien, el sumo y verdadero bien. es bueno (cf. Lc 18,19), afectuoso y manso, manso y dulce, que sólo él es beato, justo, verdadero y recto, sólo él benigno, inocente y puro; de él, por él y en él es todo perdón, toda gracia, toda gloria de todos y cada uno de los penitentes y justos, de todos y cada uno de los beatos que se regocijan juntos en el cielo. Nada, pues, nos impide, nos divide, nos interpone. En todo lugar, en todo lugar, en todo tiempo y tiempo, a diario y de manera continua, creamos, aferremos y amemos sinceramente y humildad, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y exaltemos, magnifiquemos y demos gracias al Altísimo y eterno Dios. , uno y trino, Padre, Hijo y Espíritu Beato, Constructor de todo lo que existe, Salvador de los que en él creen y aguardan y adoran, que no tuvo principio ni fin, inmutable, invisible, inefable, inefable, incomprensible, inescrutable, bendito, digno de alabanza, glorioso, exaltado, sublime, exaltado, manso, amable, lleno de exquisiteces y siempre y en todo momento enteramente deseable sobre todas y cada una de las cosas por toda la eternidad» (RegNB, 23, 27-34).
Parte II de III
Fray Adriano Cézar de Oliveira, OFM
[1] Carta Encíclica de los Ministros Generales de la Familia Franciscana. Siempre y en todo momento llevé a Jesús sobre mis hombros. Trans. Fray Silvério Costella. Petrópolis: Voces, 1978, p. 20
[2] Igual, pág. 21
[3] ibídem pág. 23
Fuente: