RELIGION CRISTIANA

Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial de las Misiones

Vaticano, 29 de enero. 21/08:17 am (ACI).- El Vaticano publicó el 29 de enero el mensaje del Papa Francisco con ocasión de la 95 Jornada Mundial de las Metas a festejarse el domingo 24 de octubre de 2021.

En el mensaje que se titula “No debemos dejar de asegurar lo que vimos y oído”, el Santo Padre destaca la “convidación apuntada a cada uno de nosotros a proteger y dar a conocer lo que hay en su corazón” y cita a San Pablo VI en la exhortación Evangelii nuntiandi para rememorar que “esta misión es y fué siempre y en todo momento la identidad de la Iglesia: ‘ella existe para evangelizar’”

“En el aislamiento personal o encerrándonos en pequeños conjuntos, nuestra vida de fe se desgasta, pierde profecía y su aptitud de encanto y gratitud; por su activa, exige una apertura creciente, con la capacidad de llegar y abrazar a todos. Atraídos por el Señor y por la vida novedosa que les ofrecía, los primeros cristianos, en vez de ceder a la tentación de encerrarse en una élite, salían al acercamiento de los pueblos para testimoniar lo que veían y oían: el Reino de Dios está al alcance de la mano”, escribió el Papa.

A continuación se expone el artículo completo del mensaje del Papa Francisco.

“No podemos dejar de afirmar lo que vimos y oído” (Hechos 4:20)

¡Estimados hermanos y hermanas!

Cuando experimentamos la fuerza del amor de Dios, en el momento en que reconocemos su presencia paterna en nuestra vida personal y comunitaria, no debemos dejar de comunicar y compartir lo que hemos visto y oído. La relación de Jesús con sus discípulos, su humanidad que se nos revela en el secreto de la Encarnación, en su Evangelio y en su Pascua, nos detallan hasta qué punto Dios ama nuestra humanidad y asume nuestras alegrías y sufrimientos, nuestras angustias y angustias ( Cfr. Conc. Ecum. Vat II, Const. pasada. Gaudium et spes, 22). Todo en Cristo nos recuerda que el mundo en que vivimos y su necesidad de redención no le son ajenos y también nos llama a sentirnos parte activa de esta misión: “Salid a los caminos principales e invitad a todos los que encontréis”. (cf. . Mt 22, 9). Nadie es un extraño, absolutamente nadie puede sentirse alienado o distanciado de este amor compasivo.

La experiencia de los apóstoles

La narración de la evangelización empieza con una búsqueda apasionada del Señor, que llama y desea entablar un diálogo de amistad con cada persona, dondequiera que esté (cf. Jn 15, 12-17). Los Apóstoles son los primeros en decirnos esto, recordando incluso la hora del día en que se encontraron con él: “Eran las 4 de la tarde” (Jn 1,39). La amistad con el Señor, verlo sanar a los enfermos, comer con los pecadores, dar de comer a los hambrientos, acercarse a los excluidos, tocar a los impuros, identificarse con los necesitados, apelar a las bienaventuranzas, educar de manera novedosa y llena de autoridad, deja una huella imborrable marca, capaz de suscitar admiración y una alegría expansiva y gratuita que es imposible contener. Como dijo el profeta Jeremías, esta experiencia es el fuego ardiente de su presencia activa en nuestro corazón que nos impulsa a la misión, aunque a veces implique sacrificios e incomprensiones (cf. 20, 7-9). El cariño siempre y en todo momento está en movimiento y nos pone en movimiento para comunicar el aviso más bello y prometedor: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 41).

Con Jesús, vimos, escuchamos y nos dimos cuenta de que las cosas pueden cambiar. Inauguró –ahora para el día de hoy– tiempos futuros, recordándonos una característica fundamental de nuestro ser humano, tantas veces olvidada: “fuimos creados para la plenitud, que sólo se consigue en el cariño” (Francisco, Carta Encíclica Fratelli tutti, 68) . Nuevos tiempos, que provocan una fe capaz de estimular ideas y dar forma comunidades de hombres y mujeres que aprenden a cuidar de la propia fragilidad y de la del resto (cf. ibíd., 67), fomentando la fraternidad y la amistad popular. La comunidad eclesial exhibe su hermosura cada vez que recuerda con gratitud que el Señor nos amó primero (cf. 1 Jn 4, 19). Esta “predilección amorosa del Señor nos llama la atención y genera asombro; ésta, por su naturaleza, no puede ser poseída ni impuesta por nosotros. (…) Solo de este modo puede florecer el milagro de la gratuidad, del don gratis de uno mismo. El ardor misionero mismo jamás puede obtenerse a resultas del razonamiento o del cálculo. Ponerse “en estado de misión” es un reflejo de gratitud” (Francisco, Mensaje a las Obras Misionales Pontificias, 21 de mayo de 2020).

Y, no obstante, los tiempos no eran fáciles; los primeros cristianos han comenzado su historia de fe en un ambiente duro y hostil. Historias de marginación y encarcelamiento entrelazadas con resistencias internas y externas, que parecían contrariar e incluso negar lo que habían visto y oído; pero esto, en vez de ser una contrariedad o un obstáculo que pudiera hacerlos retroceder o encerrarse en sí mismos, los impulsaba a editar todo estorbo, fastidio y contrariedad en una oportunidad para la misión. Los mismos límites y también impedimentos se han convertido en un lugar favorecido para ungir todo ya todos con el Espíritu del Señor. Nada ni absolutamente nadie podía mantenerse extraño al aviso liberador.

El testimonio vivo de todo ello lo disponemos en los Hechos de los Apóstoles, libro que los acólitos misioneros tienen siempre a mano. Es el libro que exhibe de qué forma se esparcía el perfume del Evangelio a su paso, despertando esa alegría que sólo el Espíritu nos puede dar. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos enseña a vivir las pruebas uniéndonos a Cristo, a madurar la «convicción de que Dios puede accionar en cualquier circunstancia, aun en medio de aparentes fracasos», y la certeza de que «la persona que si se proporciona y se da a Dios por amor, será ciertamente fecundo (cf. Jn 15, 5)» (Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 279).

Lo mismo nos pasa a nosotros: el instante histórico actual tampoco es fácil. La situación de pandemia puso en evidencia y acrecentó el padecimiento, la soledad, la pobreza y las injusticias que muchos ahora padecían, y desenmascaró nuestra falsa seguridad y las fragmentaciones y polarizaciones que tranquilamente nos desgarran. Los más débiles y vulnerables sintieron aún mucho más su puerta de inseguridad y fragilidad. Experimentamos desánimo, desilusión, cansancio; y hasta la amargura conformista, que quita la promesa, se ha apoderado de nuestros ojos. Nosotros, no obstante, “no nos predicamos a nosotros, sino a Cristo Jesús el Señor, y nos tenemos en cuenta vuestros servidores por amor de Jesús” (2 Cor 4, 5). De ahí que oímos resonar en nuestras comunidades y familias la Palabra de vida, que repiquetea en nuestro corazón diciendo: “Él no está aquí; ha resucitado” (Lc 24,6); una Palabra de esperanza, que deshace todo determinismo y, a quien se deja tocar por él, da la libertad y la audacia primordiales para levantarse y buscar de manera creativa todos los caminos probables de vivir la compasión, “sacramental” de la cercanía de Dios por nosotros que no deja a nadie a la vera del sendero. En este tiempo de pandemia, ante la tentación de enmascarar y justificar la indiferencia y la apatía en nombre del sano distanciamiento social, urge la misión de la compasión, con la capacidad de llevar a cabo de la necesaria distancia un lugar de encuentro, cuidado y promoción. “Lo que vimos y oímos” (Hch 4,20), la misericordia con que fuimos tratados, se convierte en el punto de referencia y credibilidad que nos deja recobrar y compartir la pasión por crear “una red social de pertenencia y solidaridad, a la que sepamos distribuir el tiempo, el ahínco y los recursos” (Francisco, Encíclica Fratelli tutti, 36). Es su Palabra la que todos los días nos redime y nos salva de las excusas que nos llevan a cerrarnos en el mucho más vil de los escepticismos: “Cualquiera; ¡nada cambiará!” Por el hecho de que, a la pregunta “¿por qué razón debo privarme de mi seguridad, comodidades y bienestares, si no voy a conocer ningún resultado esencial”, la respuesta es siempre y en todo momento la misma: “Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte y posee todo fuerza. Jesucristo vive verdaderamente” (Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, 275) y desea también que seamos vivos, hermanos y capaces de acoger y compartir esta promesa. En el contexto de hoy, urgen misioneros de la promesa que, ungidos por el Señor, sean capaces de rememorar proféticamente que nadie se salva solo.

Como los Apóstoles y los primeros cristianos, asimismo nosotros exclamamos con todas nuestras fuerzas: “No podemos dejar de asegurar lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 20). Todo cuanto recibimos, todo cuanto el Señor nos dió, nos lo ha dado para que lo empleemos dándolo de forma gratuita a los demás. Como los apóstoles que vieron, oyeron y palparon la salvación de Jesús (cf. 1 Jn 1, 1-4), también nosotros el día de hoy podemos palpar la carne sufriente y gloriosa de Cristo en la crónica de cada día y hallar la valentía de comunicar con todos un destino de promesa, ese aspecto indudable que procede de saberse acompañados por el Señor. Como cristianos, no podemos quedarnos con el Señor para nosotros: la misión evangelizadora de la Iglesia expresa su valor pleno y público en la transformación de todo el mundo y la salvaguardia de la creación.

Una convidación para cada uno de nosotros

El tema del Día Mundial de las Metas del año vigente -“no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hch 4,20)- es una invitación apuntada a todos nosotros a proteger y anunciar lo que hay en nuestro corazón. Esta misión es, y ha sido siempre, la identidad de la Iglesia: “ella existe para evangelizar” (San Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 14). En el aislamiento personal o encerrándonos en pequeños conjuntos, nuestra vida de fe se desvanece, pierde la profecía y su aptitud de encanto y gratitud; por su propia dinámica, exige una apertura creciente, con la capacidad de llegar y abrazar a todos. Atraídos por el Señor y por la vida nueva que les ofrecía, los primeros cristianos, en vez de ceder a la tentación de encerrarse en una élite, salían a los pueblos para testimoniar lo que veían y escuchaban: el Reino de Dios está cerca. Lo hicieron con la generosidad, la gratitud y la nobleza propias de la gente que siembran, a sabiendas de que otros comerán el fruto de su distribución y sacrificio. De ahí que me gusta pensar que “incluso los mucho más frágiles, limitados y heridos tienen la posibilidad de [ser missionários] a su forma, pues debemos dejar siempre y en todo momento comunicar el bien, aunque coexista con muchas fragilidades» (Francisco, Exhort. ap. articulo-sinodal Christus vivit, 239).

En la Jornada Mundial de las Metas, que se festeja anualmente el tercer domingo de octubre, recordamos con gratitud a todas y cada una esas personas cuyo testimonio de vida nos ayuda a actualizar nuestro compromiso bautismal de ser apóstoles desprendidos y gozosos del Evangelio. Recordamos en especial a los que supieron partir, dejar casa y familia a fin de que el Evangelio llegara sin demora y sin miedo a esos rincones de pueblos y ciudades donde tantas vidas están sedientas de bendición.

Contemplar su testimonio misionero nos impulsa a ser valientes y soliciar con insistencia “al dueño de la mies que mande obreros a su mies” (Lc 10,2), conscientes de que la vocación a la misión no es algo pasado ni un recuerdo romántico de antaño . Jesús precisa hoy corazones que sean capaces de vivir la vocación como una verdadera historia de amor, que los realice salir a las periferias de todo el mundo y convertirse en mensajeros y también instrumentos de compasión. Y esta llamada la hace a todos nosotros, aunque no del mismo modo. Tengamos en cuenta que hay periferias que están cerca de nosotros, en el centro de una localidad o en la propia familia. También hay un aspecto de la apertura universal del amor que no es geográfico sino más bien existencial. Siempre y en todo momento, pero en especial en estos tiempos de pandemia, es esencial acrecentar nuestra aptitud diaria de ampliar nuestros círculos, de llegar a esos que, espontáneamente, no se sentirían una parte de “mi mundo de intereses”, aunque estén cerca de nosotros. (cf. Francisco, Carta enc. Fratelli tutti, 97). Vivir la misión es aventurarse a cultivar exactamente los mismos sentimientos de Cristo Jesús y, con Él, opinar que la persona a mi lado es también mi hermano, mi hermana. Que su amor compasivo despierte también el nuestro y nos realice a todos discípulos misioneros.

Que María, la primera acólita misionera, realice crecer a todos y cada uno de los bautizados en el deseo de ser sal y luz en nuestras tierras (cf. Mt 5, 13-14).

Roma, en San Juan de Letrán, en la Solemnidad de la Epifanía del Señor, 6 de enero de 2021.

Francisco

NDE: Novedad actualizada el 29 de enero de 2021, a las 21:27h, GMT -0, corrigiendo la fecha de celebración del día, que será, según información divulgada por el Boletín de la Santa Sede, a las Domingo 24 de octubre de 2021.

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