La campaña de sensibilización sobre la importancia de la prevención del suicidio, famosa como “Septiembre Amarillo”, fue iniciada en 2014 por el Centro de Valorización de la Vida (CVV), el Consejo Federal de Medicina (CFM) y la Asociación Brasileira de Psiquiatría (ABP ). La CVV define el suicidio como “un ademán de autodestrucción, la realización del deseo de morir o de terminar con nuestra vida”. Y las estadísticas son preocupantes, en el mundo cada 40 segundos un individuo se suicida, y en Brasil cada 45 minutos. Y esto nos lúcida a varios puntos de reflexión, tratemos de emprender al menos algunos aquí.
La fe católica nos enseña que el hombre es la unión de un cuerpo y un alma espiritual. Y por alma espiritual se comprende mucho más que un fácil principio vital, sino más bien de la racionalidad humana, que nos hace semejantes a Dios, según Gn 1,26-27. Bueno, la racionalidad humana es algo mucho más allá de la materialidad del cerebro. La neurociencia y sus derivados estudian nuestro entendimiento, y para bastantes científicos este es el taburete de nuestra razón. Pero los animales también tienen un sistema nervioso y no son racionales. Por consiguiente, hay algo mucho más profundo en el ser humano que es capaz de hacerle elegir su muerte.
La muerte humana como separación del alma como principio escencial del cuerpo material es un proceso natural, y es parte del plan de Dios, pues su intención siempre ha sido que estemos totalmente unidos a Él. En general, en el momento en que la Sagrada Escritura charla de la muerte en sentido figurado, habla del alma inmortal, que siendo inmortal no muere, con lo que se significa la desaparición como condenación eterna, la ausencia total de Dios en el alma, Él quien es la fuente de la vida. Por ende, la muerte del cuerpo es un desarrollo natural y debe ser de esta forma, suceder siempre y en todo momento de forma natural y nunca provocada, ni por la persona misma ni por otra. A propósito, otra cosa muy natural es el instinto de supervivencia, el cariño a la vida misma, y esto actúa desde el primer instante de nuestro nacimiento.
Por tanto, si quitarse la vida es algo antinatural, el suicidio solo puede ser el efecto de un enorme desequilibrio en la racionalidad humana, y es aquí donde entra la cuestión de la salud psicológica. No comprendan aquí que estoy diciendo que la gente que se suicidan son enfermas mentales, no. Lo que quiero decir aquí es que la salud psicológica de estas personas es frágil. Son cosas muy dispares. Tanto es conque, aunque se considera un pecado grave contra el quinto mandamiento, el Catecismo establece que “los trastornos psíquicos graves, la angustia o el temor grave a la ordalía, el sufrimiento o la tortura tienen la posibilidad de reducir la compromiso del suicida” (nº 2282).
Por consiguiente, el suicidio es un problema médico mental y ha de ser tratado como tal. Son varios los causantes que pueden provocar este deseo, y más que analizarlos, es esencial pensar sobre cómo eludir que se produzcan o provoquen el suicidio. El primer responsable de tomar estas cautelas es quien tiene ideación suicida, esto es, piensa y planifica, pero aún no lo ha ejecutado. Creo que lo primero primordial es tener una visión verdadera de la existencia, y por realista me refiero a no ser ni fatalista ni increíblemente optimista. El inconveniente de ser increíblemente pesimista es que la persona encuentra múltiples justificaciones para acabar con su vida, ya que todo es padecimiento. Y el inconveniente de ser ilusionado es que cuando no sucede lo que la persona esperaba, también se desespera.
¿Cuál sería entonces una visión verdadera de la presencia? La visión cristiana, que deja claro que el sufrimiento es consecuencia de la libertad humana y, por consiguiente, si somos causa de nuestro propio padecimiento, también tenemos la posibilidad de ser causa de nuestra alegría. Hay sufrimientos que son naturales, como una patología genética, pero depende de la decisión de cada uno cómo vamos a vivir esta experiencia. El hombre tiene una capacidad admirable para superar las dificultades, lo que hoy tiene por nombre resiliencia. No es aceptar el padecimiento, es crear algo bueno a partir de él. Es porque no disponemos alas para volar que creamos el avión. De ahí que, es muy sabia la frase del pensador ateo Jean-Paul Sartre, “da igual lo que la vida logró de ti, sino más bien lo que haces tú con lo que la vida logró de ti”.
Pero eso no significa que los cristianos no debamos combatir para ayudar a que la vida de nuestro prójimo sea menos sufrida. Muy al contrario, el cariño al prójimo es un imperativo católico. Si es verdad que el sufrimiento es consecuencia de las elecciones del sujeto que sufre, o de la naturaleza, también es verdad que gran parte de nuestro padecimiento es causado por otros. Y, si bien tengamos la capacidad de sobrepasar estas adversidades, esto no significa, por otro lado, que el otro tenga vía libre para hacernos padecer. El cristianismo es una iniciativa comunitaria, soy responsable de mi salvación personal, pero tengo la obligación de ayudar a la salvación del resto. Desde esa misma perspectiva, también soy responsable, como católico, de hacer mucho más rápida la vida de mi prójimo. No en balde la escena de Cirene ayuda a Jesús a llevar la cruz. La cruz proseguirá siendo del otro, pero mi cristianismo va a ser muy defectuoso si sólo me preocupo por mi cruz.
Para resumir, el suicidio es el resultado de una mala salud psicológica y ha de ser tratado como tal. Opuestamente al proyecto de Dios, que puso en nosotros el deseo natural de vivir, se puede eludir, de muchas formas, con la visión cristiana realista de la presencia humana. Cada uno de nosotros necesita tener esta visión verdadera de la presencia, sin dar un valor elevado al sufrimiento, ni crear expectativas irreales, lo que es muy importante para la estabilidad sensible. Además, todos y cada uno de los cristianos, integrantes de la red social humana, tenemos el deber evangélico de contribuir a nuestro prójimo, no solo a aguantar el padecimiento, sino más bien sobre todo a no hacerle sufrir. El suicidio no puede ser ignorado ni considerado un tema tabú. Más importante que charlar de ello una vez que suceda, es esencial charlar de su prevención, a fin de que no ocurra. Concluyo citando las expresiones de Catecismo. “Uno no debe desesperarse por la salvación de la gente que se suicidaron. Dios puede, de formas que solo Él conoce, darles la ocasión de un arrepentimiento saludable. La Iglesia ora por las personas que se han quitado la vida» (n. 2283).
Juzgar a un suicida no es cristiano, rezar por su salvación sí lo es.
* Artículo de Rafael Ferreira de Melo Brito da Silva