La gracia y las virtudes cristianas

El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, tiene un destino altísimo: la felicidad del cielo. Esa felicidad, que consiste en estar en la presencia de Dios, contemplar su gloria y formar parte de ella, debe ganarse en esta vida terrenal. Este logro, a su vez, se realiza por medio de una vida fundamentada en principios morales correspondientes a este noble propósito de la vida humana.

Primeramente, es requisito recordar que toda la moral católico-católica se basa en las Sagradas Escrituras, y de ellas extrae todo el tesoro de su inmensa sabiduría sobre el hombre. Y seguidamente, asimismo es requisito recordar que el modelo que usa la Iglesia para entablar su moral no es otro que el mismo Dios hecho hombre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, Nuestro Señor Jesucristo.

Dicho esto, lo primero que debemos emprender es el nombre que se le da a la acción humana según principios morales, esto es, virtud. O Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1803), define la virtud como “una predisposición frecuente y estable para llevar a cabo el bien. Le permite a un individuo no solo llevar a cabo buenas obras, sino más bien hacer lo mejor que pueda. Con sus fuerzas sensibles y espirituales, el virtuoso tiende al bien, lo busca y lo escoge en la práctica”.

En esta definición, muchas cosas precisan ser desentrañadas para una mejor comprensión. Lo primero es aclarar que esta predisposición mencionada en el Catecismo no es natural, es decir, no nacemos con ella. De ahí la próxima palabra, que es “habitual”, o sea, esta predisposición proviene del hábito, y este se crea a partir de la voluntad de la persona, de ahí la otra palabra, “estable”. Debemos recordar lo que dice la Escritura: “Velad y orad, a fin de que no entréis en tentación. El espíritu a la realidad está dispuesto, pero la carne es enclenque” (Mt 26,41). Es decir, si nuestra voluntad no es más fuerte que nuestros instintos, nunca seremos personas virtuosas.

Además de esto, también es requisito recordar que sólo quien está dotado de libertad tiene la posibilidad de tener virtudes y, consecuentemente, errores. Esto se origina por que tanto la virtud como el vicio son actos voluntarios, esto es, como ahora se dijo, parten de la voluntad del sujeto, que es una capacidad racional. Y siendo un acto de libre albedrío, es siempre consciente, lo que significa que la persona actúa sabiendo lo que va a hacer y las consecuencias de su acto, tanto en la virtud como en el pecado.

La lista de las siete virtudes es bien conocida, tal como su distinción entre virtudes cardinales y teologales. Las virtudes humanas o cardinales son: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Se los conoce como virtudes cardinales, porque provienen del latín cardo, cardinis, que significa bisagra. Esto es, todas estas cuatro virtudes son cardinales porque tienen otras virtudes subordinadas a ellas. Para una entendimiento mucho más profunda de esto, siempre y en todo momento es bueno leer el Summa Theologica de Beato Tomás de Aquino, en el segundo tramo de la segunda parte. Aquí me limitaré a presentar una breve explicación de cada uno.

“La prudencia dispone a la razón a discernir, en cada situación, nuestro verdadero bien ya escoger los medios correctos para ponerlo en práctica. Ella guía las otras virtudes, indicando regla y medida. La justicia radica en la voluntad constante y estable de ofrecer a el resto lo que les corresponde. La integridad hacia Dios lleva por nombre la ‘virtud de la religión’. La fortaleza asegura la solidez en las dificultades y la perseverancia en la búsqueda del bien, llegando incluso a la aptitud del eventual sacrificio de nuestra vida por una causa justa. La templanza modera la seducción de los placeres, garantiza el dominio de la voluntad sobre los instintos y da equilibrio en la utilización de los bienes conformados” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 380-383).

Aparte de las virtudes cardinales, existen, por supuesto, las virtudes teologales, que se los conoce como de este modo porque mencionan directamente a que Dios adapta las facultades humanas a fin de que logre formar parte de la naturaleza divina. Sobre estas tres virtudes, sugiero vivamente la trilogía iniciada por el Papa Emérito Benedicto XVI y concluida por el Papa Francisco: Deus caritas est – Dios es amordesde 2005; Spe salvi – Salvados por la promesa, desde 2007; Es Lumen fidei – Luz de la fede 2013.

“La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que nos reveló y que la Iglesia nos propone que creamos, pues Dios es la Verdad misma. Con la fe el hombre se deja libremente a Dios. Por consiguiente, el creyente busca entender y hacer la intención de Dios, por el hecho de que ‘la fe obra por el amor’ (Gal 5,6). La esperanza es la virtud teologal por la que queremos y esperamos de Dios la vida eterna como nuestra felicidad, poniendo nuestra seguridad en las promesas de Cristo y apoyándonos en la ayuda de la gracia del Espíritu Beato para merecerla y perseverar hasta el final de la vida. terrenal. La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas y cada una de las cosas y al prójimo como a nosotros por amor de Dios. Jesús lo convierte en el mandamiento nuevo, la plenitud de la Ley. Ella es ‘el vínculo perfecto’ (Col 3,14) y el fundamento de las demás virtudes, que anima, inspira y ordena: sin ella ‘nada soy’ y ‘nada aprovecho’ (1Cor 13,1-3)” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 386-388).

Y la felicidad, ¿dónde entra en todo lo mencionado? “La felicidad es el don gratuito que Dios nos da para hacernos partícipes de su historia trinitaria y capaces de accionar por su amor. Se llama felicidad habitual o santificando o deificando, pues nos santifica y nos deifica. Es sobrenatural, pues depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios y sobrepasa las capacidades de la inteligencia y la fuerza del hombre. Por consiguiente, escapa a nuestra experiencia. más allá de la gracia habitual, hay: gracias actuales (dones circunstanciales); gracias sacramentales (dones específicos de cada sacramento); gracias particulares o carismas (cuyo fin es el bien común de la Iglesia), incluidas las gracias de estado (que acompañan el ejercicio de los ministerios eclesiales y las responsabilidades de la vida)” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 423-424).

Por fuerte y perseverante que sea la intención humana, nadie consigue la santidad por sus propios méritos. No debemos olvidar que nos encontramos marcados, a raíz del pecado original, con la concupiscencia, que es la inclinación natural al pecado. Por lo tanto, la clemencia de Dios nos presenta su felicidad, de múltiples maneras, como se mentó anteriormente. Esta es una pelea que Dios riña de nuestro lado: peleamos para vencer el pecado y entrenar la virtud, y Dios nos asistencia con su gracia. Las fuentes de la gracia son múltiples: la oración personal y social, los sacramentos, los ejercicios de piedad, como las procesiones, las penitencias, la lectura orante de las Escrituras, las indulgencias, etc.

Veamos la vida de Jesús, la vida de María Santísima y de su castísimo esposo San José, veamos la vida de todos los santurrones, y aprendamos de ellos a escapar del pecado y perseguir las virtudes, con la ayuda de la felicidad divina. . Pero, “que vuestra virtud no sea virtud resonante” (San Josemaría Escrivá, Sendero410).

* Producto de Rafael Ferreira de Melo Brito da Silva