RELIGION CRISTIANA

Homilía del Papa Francisco en Misa en Erbil, capital de

ERBIL, 07 mar. 21/11:33 am (ACI).- El Papa Francisco festejó este domingo 7 de marzo una Misa ante 10.000 personas en el Estadio “Franso Hariri” de Erbil, capital del Kurdistán iraquí, donde reconoció: “El día de hoy, pueda ver y tocar con mi mano que la Iglesia en Irak está viva, que Cristo vive y obra en su pueblo santo y leal”.

“La Iglesia en Irak, con la felicidad de Dios, hizo y prosigue realizando mucho para proclamar esta extraordinaria sabiduría de la cruz, propagando la clemencia y el perdón de Cristo singularmente a los más necesitados. Incluso en medio de una enorme pobreza y de muchas dificultades, varios de nosotros habéis ofrecido ampliamente ayuda concreta y solidaridad a los pobres ahora los que padecen. Esta es una de las causas que me impulsan a venir a vosotros en peregrinación, esto es, para agradeceros y confirmaros en la fe y el testimonio”, ha dicho el Papa.

Ahora se muestra el texto completo de la homilía del Papa Francisco a lo largo de la Misa en Erbil:

San Pablo nos recordaba que “Cristo es poder y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 24). Jesús descubrió este poder y esta sabiduría más que nada por medio de la clemencia y el perdón. No quiso llevarlo a cabo con muestras de fuerza o imponiendo su voz desde lo prominente, ni con largos discursos o exhibiciones de ciencia inigualable. Lo hizo dando su historia en la cruz. Él reveló su sabiduría y poder divino, mostrándonos, hasta el desenlace, la fidelidad del amor del Padre; la fidelidad del Dios de la alianza, que sacó a su pueblo de la esclavitud y lo condujo por el camino de la libertad (cf. Ex 20, 1-2).

Qué fácil es caer en la trampa de meditar que tenemos que demostrar a el resto que somos fuertes, que somos sabios; en la trampa de crear falsas imágenes de Dios, que nos dan seguridad (cf. Ex- 20, 4-5)! De todos modos, es todo lo contrario. Todos requerimos el poder y la sabiduría de Dios revelados por Jesús en la cruz. En el Martirio ofreció al Padre las llagas por las que fuimos sanados (cf. 1 P 2,24). Aquí en Irak, ¡cuántos de vuestros hermanos y hermanas, amigos y conciudadanos llevan las heridas de la guerra y la violencia, heridas perceptibles y también invisibles! La tentación es responder a estos y otros hechos lacerantes con fuerza humana, con sabiduría humana. Jesús, por el contrario, nos enseña el camino de Dios, el que Él mismo recorrió y por el que nos llama a proseguirle.

En el Evangelio que terminamos de escuchar (Jn 2, 13-25), vemos de qué forma Jesús expulsó a los cambistas ahora todos y cada uno de los que adquirían y vendían del Templo de Jerusalén. ¿Por qué razón Jesús efectuó este acto tan fuerte, tan provocador? Lo hizo por el hecho de que el Padre lo envió a purificar el templo: no solo el templo de piedra, sino más bien sobre todo el templo de nuestros corazones. Así como Jesús no aceptó que la vivienda de su Padre se transformara en un mercado (cf. Jn 2,16), quiere que nuestro corazón no sea un lugar de turbulencia, desorden y confusión. El corazón debe ser limpiado, puesto en orden, purificado. ¿De que? De las falsedades que la ensucian, de los simulacros de hipocresía. Todos los disponemos. Son patologías que dañan el corazón, que manchan la vida, la vuelven hipócrita. Requerimos ser purificados de nuestras falaces seguridades, que cambian la fe en Dios por cosas pasajeras, por las conveniencias del momento. Necesitamos que las viles sugerencias de poder y dinero sean barridas de nuestros corazones y de la Iglesia. Para limpiar el corazón, necesitamos ensuciarnos las manos: sentirnos causantes y no quedarnos de brazos cruzados mientras nuestro hermano padece. Pero, ¿de qué manera purificar el corazón? Solos, no somos capaces; necesitamos a Jesús. Él tiene poder para vencer nuestros males, sanar nuestras patologías, restaurar el templo de nuestro corazón.

En confirmación de esto y como señal de su autoridad, ha dicho: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (2,19). ¡Jesucristo, y sólo Él, puede purificarnos de las obras del mal, Él que murió y resucitó, Él que es el Señor! Queridos hermanos y hermanas, Dios no nos deja morir en nuestro pecado. Incluso en el momento en que le damos la espalda, jamás nos deja solos. Él nos busca, nos persigue para llamarnos al arrepentimiento ahora la purificación. “Vivo yo –afirma el Señor por boca de Ezequiel– que no deseo la desaparición del impío, sino su conversión para que tenga vida” (33, 11). El Señor quiere que seamos salvos y seamos templo vivo de su amor, en fraternidad, servicio y clemencia.

Jesús no solamente nos limpia de nuestros errores, sino asimismo nos hace partícipes de su propio poder y sabiduría. Nos libera de una forma de comprender la fe, la familia, la red social que divide, enfrenta y excluye, para que podamos construir una Iglesia y una sociedad abierta a todos y solícita por nuestros hermanos y hermanas mucho más necesitados. Y al mismo tiempo nos vigoriza comprender soportar la tentación de vengarnos, que nos sumerge en una espiral interminable de represalias. Con el poder del Espíritu Beato, nos manda, no a llevar a cabo proselitismo, sino más bien como sus discípulos misioneros, hombres y mujeres llamados a testimoniar que el Evangelio tiene el poder de cambiar la vida. El Resucitado nos hace instrumentos de la paz y la clemencia de Dios, autores pacientes y valientes de un nuevo orden popular. De este modo, por el poder de Cristo y de su Espíritu, pasa lo que el apóstol Pablo profetizó a los corintios: “Lo que se considera locura de Dios es mucho más sabio que los hombres, y lo que se considera debilidad de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Cor 1 :25). Las comunidades cristianas formadas por personas humildes y sencillas se transforman en signo del Reino que viene, el Reino del amor, la justicia y la paz.

“Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Jn 2,19). Habló del templo de su cuerpo y por consiguiente también de su Iglesia. El Señor asegura que puede, con el poder de su Resurrección, levantarnos a nosotros ahora nuestras comunidades de las ruinas ocasionadas por la injusticia, la división y el odio. Es la promesa que celebramos en esta Eucaristía. Con los ojos de la fe reconocemos la presencia del Señor crucificado y resucitado en la mitad de nosotros, aprendemos a acoger su sabiduría liberadora, a descansar en sus heridas y a localizar sanación y fuerza para ser útil a su Reino que viene a nuestro mundo. Por su llaga fuimos nosotros curados (cf. 1 P 2,24); en sus llagas, queridos hermanos y hermanas, encontramos el linimento de su amor misericordioso; por el hecho de que Él, el Buen Samaritano de la raza humana, quiere ungir cada herida, sanar cada recuerdo lamentable y también inspirar un futuro de paz y fraternidad en esta tierra.

La Iglesia en Irak, con la felicidad de Dios, hizo y prosigue realizando bastante para proclamar esta fantástica sabiduría de la cruz, extendiendo la clemencia y el perdón de Cristo especialmente a los mucho más necesitados. Incluso en la mitad de una gran pobreza y de muchas adversidades, muchos de nosotros habéis ofrecido generosamente ayuda concreta y solidaridad a los pobres ahora los que padecen. Esta pertence a las razones que me impulsan a venir a vosotros en peregrinación, o sea, para agradeceros y confirmaros en la fe y el testimonio. El día de hoy puedo ver y palpar con mis propias manos que la Iglesia en Irak está viva, que Cristo vive y obra en su pueblo santurrón y fiel.

Queridos hermanos y hermanas, os encomiendo a cada uno de nosotros, a vuestras familias y a vuestras comunidades, a la protección materna de la Virgen María, que estuvo asociada a la pasión y muerte de su Hijo y compartió la alegría de su resurrección. Intercede por nosotros y condúcenos a Él, poder y sabiduría de Dios.

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