Fray Clarence: “María, Esposa del Espíritu

La Iglesia de Brasil dedica este año 2017 al cuidado de María, nuestra Madre, que hace 300 años se apareció en los ríos turbios de la región de Vale do Paraíba (SP), cerca de Guaratinguetá. Online con este Año Mariano, invitamos a la red social local a pensar y rezar este misterio que nutre la fe de los cristianos brasileños. Al lado de esta iniciativa, vinculamos al jefe de nuestra red social Santuario, el Divino Espírito Santo. Por eso, el tema de nuestra Novena de Preparación para Pentecostés es: “María, Esposa del Espíritu Santurrón”.

Fray Clarence, recurriendo a los tesoros de la teología, propone una hermosa reflexión. Basa su texto en la Sagrada Escritura, en los tesoros de la Época Patrística y en los Documentos de la Iglesia. Este tema ayudará a los reunidos a lo largo de estos días, aquí en el Santuario, a estar en sintonía con la predicación de los distintos curas y monjes convidados.

Meditando este secreto, estamos ante un precioso signo de la predilección de Dios por la Virgen María en el Secreto de la Salvación.

El Espíritu Beato y María – Fray Clarence Neotti, OFM

El misterio de María es inseparable del secreto del Espíritu Santurrón. Más: es dependiente de él. El Apocalipsis habla de una mujer vestida de sol (12,1). Ese sol es el Espíritu Beato, que la enriqueció con todas y cada una de las gracias desde el instante en que el Padre la escogió para ser madre de su Hijo. Y en el momento en que, llena de felicidad, en el momento en que había llegado la plenitud de los tiempos (Gal 4,4), tuvo que concebir a Jesús, fue el Espíritu Beato quien la fecundó, como rezamos en el Credo: “El Hijo unigénito de Dios … por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo y se encarnó por obra del Espíritu Santo en el vientre de la Virgen María.”

Envuelta del sol, cubierta por el Espíritu Santo, María se convirtió, en palabras de San Bernardo, en “un abismo de luz, gestando al verdadero Dios, Dios y hombre a la vez” y, frente este suceso, observa San Bernardo, “aun el ojo angélico queda deslumbrado por el poder de semejante brillo”.

El sol y la luz son figuras para expresar un hecho: María, Señora de todas las bendiciones, interpreta al Hijo de Dios, por obra y felicidad del Espíritu Santurrón, y está asociada para siempre a la obra salvadora de Cristo y a la misión del Espíritu Santurrón. , el Paráclito en la narración de la salvación. El evangelista san Lucas asegura que, ante el interrogante de María de qué manera sería viable concebir, si ella no conocía a ningún varón, el ángel le aseguró: “El Espíritu Beato va a venir sobre ti” (Lc 1,15). El Catecismo dice: “La misión del Espíritu Santurrón está siempre unida y organizada al Hijo. El Espíritu Beato es enviado para santificar el vientre de la Virgen María y fecundarlo divinamente, él que es ‘el Señor que da la Vida’, haciéndola concebir al Hijo Eterno del Padre en una humanidad que viene de exactamente la misma” (484-485). ).

Para expresar esta unidad de secretos entre María y el Espíritu Santo, los teólogos no vacilan en llamar a María Esposa del Espíritu Beato. De este modo, San Francisco, en la antífona que compuso para el Oficio de la Pasión del Señor, reza: “Santa Virgen María, no hay mujer nacida en el planeta como tú, esclava del Altísimo Rey y Padre Celestial, Madre de nuestro Muy santo Señor Jesucristo, Esposo del Espíritu Beato”.

La fiesta litúrgica, que celebra la encarnación de Jesús, llamada “Solemnidad de la Anunciación del Señor” (25 de marzo), une estrechamente a Jesús, María y el Espíritu Santurrón. Jesús es la razón de ser de todos los permisos y de nuestra misión de María. El Espíritu Santo consagra a María, la hace fecunda y, al mismo tiempo, se une a la misión salvífica de Jesús, transformándolo en Cristo, el Ungido de Dios. Múltiples instantes de la vida terrena de Jesús lo muestran lleno del Espíritu Beato (Lc 4,1; Jn 1,33), movido por el Espíritu Santurrón (Lc 4,18) y teniendo al Espíritu Santurrón como testigo de su mesianismo y doctrina (Lc 12,12; Jn 14,26; 16,13).

Al doblar nuestras rodillas frente al misterio de la Encarnación, adoramos a la Santísima Trinidad: el Padre que envía al Hijo, el Hijo que, siendo Dios, obedece y acepta el cuerpo humano, el Espíritu Beato, que torna posible la inmaculada concepción de Jesús. En este secreto y su personaje principal está María, mujer como todas las mujeres, pero misteriosamente socia, por la maternidad divina, a la misión redentora y santificadora del mundo. “Por esta razón – redacta el Papa Pío IX en la Bula proclamando el dogma de la Inmaculada Concepción – Dios la llenó, de forma tan admirable, con la abundancia de los bienes celestiales del tesoro de su divinidad, mucho más que a todos los espíritus angélicos y todos los beatos, de tal manera que ella quedaría absolutamente exenta de toda y toda mancha de pecado, pudiendo así, toda hermosa y perfecta, enseñar una inocencia y santidad tan abundante, que otras no son conocidas bajo Dios, y que ninguna persona, fuera de Dios, alcanzaría jamás, ni siquiera en espíritu» (n. 2).

Frente a María, envuelto por la gracia inédita de la maternidad divina, san Francisco, enamorado del misterio de la Encarnación, penetra en un saludo en el que, falto de palabras, busca con símbolos y comparaciones decir lo que tiene en cabeza y corazón: “Salve, Señora Santa, Reina santísima, Madre de Dios, oh María, que eres Virgen llevada a cabo Iglesia, elegida por el santísimo Padre celestial, que te consagró por su muy santo y amado Hijo y el Espíritu Beato, Paráclito ! ¡En ti radicaba y reside toda la plenitud de la gracia y todo bien! ¡Salve, palacio del Señor! ¡Salve, tabernáculo del Señor! ¡Salve, morada del Señor! ¡Salve, oh manto del Señor! ¡Salve, oh siervo del Señor! ¡Salve, Madre del Señor! Salvaos a todos, oh santas virtudes derramadas, por la felicidad y la iluminación del Espíritu Santurrón, en el corazón de los fieles, transformándolos en leales servidores de Dios”.

Siempre intentando de expresar con palabras humanas ese instante único de la encarnación del Señor, hay teólogos que se toman su tiempo para cotejar la presencia activa del Espíritu Santo en la persona de María con el comienzo de la creación, cuando, según el Génesis (1, 2) el Espíritu de Dios sopló de forma fuerte sobre las aguas, es decir, apartó los elementos, los ordenó, admitiendo el nacimiento de la vida en la tierra. Rezamos en el Credo: “Creo en el Espíritu Santurrón, Señor que da vida”. Dar vida es una de las atribuciones del Espíritu Santurrón. En la primera creación, el Espíritu fecundó a la Naturaleza por de esta manera decirlo. En la segunda creación, estrenada en la Anunciación, el Espíritu Santurrón no sólo fecundó a María que, como mujer, concibió y dio a luz una vida, sino que se transformó en autora de aquella que después declararía explícitamente: “Yo soy la vida” ( Jn 11, 25; 14, 6). Ofrecer vida se transformó en sinónimo de la misión de Jesús en la tierra. Por eso mismo, toda la misión de Jesús está preñada del Espíritu Santurrón. Jesús fue preciso: “He venido para que todos tengan vida en plenitud” (Jn 10,10). Esta plenitud de vida nos la da el Espíritu Beato, ligada al misterio de la Encarnación del Señor, relacionada a la vida misma del Hijo de Dios en la tierra, obra y gracia del Espíritu Santo. Plenitud de vida aquí en la tierra y plenitud de vida en la comunión eterna con Dios. Aquí en la tierra, viviendo los dones del Espíritu Santurrón, que María recibió sobreabundantemente, particularmente la fe, la esperanza y la caridad, que reventaron en su “sí” al plan de Dios y la sostuvieron al costado del Hijo en todas las circunstancias, aun al pie de la Cruz. De exactamente los mismos dones nos llega el valor y la gracia para acompañar al Señor Jesús y, en el poder del Espíritu Santo, testimoniarle en nuestra vida y en nuestras acciones y ser recibidos por el Señor en la desaparición y transportados a la comunión eterna. con la Trinidad.

Hay otro momento en la historia de la salvación, también fundamental, en el que la Escritura resalta la existencia de María, cubierta en el Espíritu Beato. Quiero decir que Pentecostés. En la encíclica Redemptoris Mater – sobre el papel de María en la historia y en la vida de la Iglesia – el Papa Juan Pablo II escribió: “En la economía redentora de la gracia, efectuada bajo la acción del Espíritu Santurrón, hay una correspondencia única entre el instante de la Encarnación del Verbo y del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos instantes es María: María en Nazaret y María en el Cenáculo de Jerusalén. … De este modo, quien está presente en el secreto de Cristo como Madre, se hace —por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santurrón— presente en el misterio de la Iglesia» (n. 24).

En el momento en que la Iglesia declara que el Espíritu Santurrón es su alma (Lumen Gentium, 7), está reconociendo en él la vida que la sosten, la dinamiza, la santifica y es su garantía de fidelidad. María es el icono de la Iglesia. Llena del Espíritu Beato, por su obra y gracia, dio a luz al Hijo de Dios. La Iglesia, siempre y en todo momento por obra y felicidad del Espíritu Santo, engendra hijos para Dios. Si María fue verdaderamente Madre del Jesús histórico, concebida en Nazaret, nacida en Belén, crucificada y fallecida en Jerusalén, es también la auténtica Madre de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo resucitado, viva y presente hasta los confines de la mundo y hasta el objetivo de los tiempos.

Transcribo una oración atribuida a San Ildefonso (+667):

“Oh Virgen Inmaculada, el que plantó en ti su tienda, te enriqueció con las siete dones de su Espíritu Santo como siete piedras hermosas. Primero, te adornó con el don de la Sabiduría, en virtud del cual fuiste divinamente alto al Amor de los amores. Después les dio el don del intelecto, por el que les elevasteis a las alturas del esplendor jerárquico. El tercer don con el que fuiste agraciada fue el del Consejo, que te logró virgen sensato, atenta y perspicaz. El don de la Ciencia que recibisteis fue confirmado por el Magisterio de tu Hijo. El quinto don, el de Fortaleza, lo manifestaste en estable perseverancia, constancia y vigor frente a la adversidad. El don de la Piedad les hizo clementes, piadosos, comprensivos, porque estabais infundidos de caridad. Por el séptimo don, el Temor de Dios apareció en Tu vida fácil y respetuosa frente a la enorme majestad. Consíguenos estos dones, oh Virgen tres veces bendita, Tú que mereciste ser llamada Tabernáculo del Espíritu Santo. Amén.