El Décimo Mandamiento: “No codiciarás las cosas de los demás”
El Décimo Mandamiento en el Catecismo de la Iglesia Católica
No codiciarás […] nada que pertenezca [ao teu próximo]» (Éx 20, 17)
No codiciarás la casa [do teu próximo]ni su campo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de el (Dt 5:21)
Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón (Mt 6,21)
El décimo mandamiento desarrolla y completa el noveno, que tiene por objeto los deseos de la carne. Prohíbe codiciar el bien ajeno, raíz del robo, del robo y del estafa, prohibido por el séptimo mandamiento. A lujuria de los ojos (1 Jn 2, 16) conduce al sufrimiento ahora la injusticia, prohibidos por el quinto mandamiento. La codicia, como la fornicación, tiene su origen en la idolatría, prohibida en los tres primeros mandamientos de la Ley. El décimo mandamiento se centra en la intención del corazón y resume, con el noveno, todos y cada uno de los preceptos de la Ley.
I. El desorden de la avaricia
El apetito sensible nos lleva a querer las cosas agradables que no disponemos. Un ejemplo de esto es estimar comer cuando se tiene apetito o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; muchas veces, sin embargo, no respetan los límites de la razón y nos llevan a codiciar inmerecidamente lo que no es nuestro y que pertenece o hay que a otro.
El décimo mandamiento condena la avaricia y el deseo de apropiación desaforada de los recursos terrenales; y prohíbe la avaricia desorganizada, nacida de la pasión inmoderada por las riquezas y su poder. También prohibe el deseo de cometer una injusticia por la cual se perjudique al prójimo en sus bienes temporales:
Cuando la Ley nos comunica: “No codiciarás”, nos dice, en otras expresiones, que alejemos nuestros deseos de todo lo que no nos forma parte. Porque la sed de la avaricia por los recursos ajenos es inmensa, interminable e insaciable, como está escrito: “El hombre avaro jamás se saciará de dinero” (Ec 5, 9).
No es violación de este mandamiento estimar obtener cosas que pertenecen al prójimo, siempre que sea por medios lícitos. La catequesis tradicional relata de manera realista los que más deben combatir contra sus lujurias criminales y que en consecuencia han de ser exhortó mucho más intensamente a ver este precepto:
Ellos son [.. .] mercaderes que quieren que las cosas escaseen o sean caras, que sienten pena de no ser los únicos que adquieren y venden, lo que les permitiría vender más costoso y comprar más económico; los que desean ver a su prójimo en la miseria, para obtener mayores ganancias, ya sea vendiendo o comprando […]. Médicos, que quieren que haya pacientes; abogados, que demandan importantes y numerosas causas y procesos…
El décimo mandamiento pide que la envidia sea desterrada del corazón humano. Cuando el profeta Natán quiso animar al rey David al arrepentimiento, le contó la historia del pobre que tenía solo una oveja, tratada tal y como si fuera una hija, y del rico que, a pesar de sus numerosos rebaños, se encontraba receloso de ella. y termino traicionándolo robar la oveja. La envidia puede conducir a los peores crímenes. Fue por la envidia del diablo que la desaparición entró en el planeta. (Sb 2, 24).
Nos luchamos entre nosotros y es la envidia la que nos arma unos contra otros. […]. Si todos trabajan tan duro para socavar el cuerpo de Cristo, ¿dónde terminaremos? Nos encontramos aniquilando el cuerpo de Cristo. […] Nos declaramos miembros de un mismo organismo y nos devoramos como bestias.
De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría por la maldad del prójimo y el disgusto por su prosperidad.
La envidia es un vicio capital. Destina la tristeza que se siente ante el bien extraño y el deseo desmedido de apropiarse de él, si bien sea inadecuadamente. Si quieres a tu prójimo un mal grave, es pecado mortal:
San Agustín vio en envidia el pecado diabólico más especial.
De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría por la maldad del prójimo y el disgusto por su prosperidad.
La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la caridad; los bautizados lucharán contra ella, oponiéndose a la benevolencia. La envidia a menudo nace del orgullo; los bautizados se entrenarán para vivir en la humildad:
¿Te gustaría ver a Dios glorificado por ti? Pues bien, regocíjate en el progreso de tu hermano y de esta forma va a ser a través de ti que Dios sea glorificado. Dios será alabado, se dirá, por el hecho de que su siervo supo vencer la envidia, poniendo su alegría en los méritos del resto.
II. Los deseos del espíritu
La economía de la ley y la gracia separa el corazón de los hombres de la avaricia y la envidia; lo comienza en el deseo del sumo bien; y también instrúyelo en los deseos del Espíritu Beato que satisface el corazón del hombre.
El Dios de las promesas puso siempre al hombre en guarda contra la seducción de lo que, desde el comienzo, aparece como bueno para comer, […] de aspecto atrayente y precioso para aclarar el intelecto (Gén 3, 6).
La Ley, encomendada a Israel, jamás fue suficiente para justificar a quienes estaban sujetos a ella; aun se convirtió en un instrumento de lujuria. La insuficiencia entre el querer y el hacer manifiesta el enfrentamiento entre la Ley de Dios, que es el ley de la razóny otra ley que me tiene cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros (Rom 7, 23).
No obstante, fue sin la Ley que se manifestó la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los Profetas: la justicia que llega a todos y cada uno de los creyentes, por la fe en Jesucristo (Rm 3, 21-22). Y de esta manera, los fieles de Cristo crucificado la carne con sus pasiones y deseos (Gl 5, 24); son guiados por el Espíritu y siguen los impulsos del Espíritu.
tercero la pobreza de corazon
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos
Jesús impone a sus acólitos que lo prefieran a todo ahora todos y les propone que renuncien a sus recursos por él y por el Evangelio. Poco antes de su Pasión, les dio el ejemplo de la pobre viuda de Jerusalén que, de su pobreza, dio todo cuanto tenía para vivir. El precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los Cielos.
Todos los fieles de Cristo deben ordenar apropiadamente los aprecios, para que el uso de las cosas terrenas y el apego a las riquezas no impidan avanzar en la perfección de la caridad, en oposición al espíritu de pobreza evangélica.
Bienaventurados los pobres de espíritu (Mt 5, 3). Las Bienaventuranzas revelan un orden de felicidad y gracia, de belleza y paz. Jesús festeja la alegría de los pobres, a los que pertenece el Reino:
La Palabra llama “pobreza de espíritu” a la humildad facultativa del espíritu humano ya su renuncia; y el Apóstol nos ofrece el ejemplo de la pobreza de Dios, en el momento en que afirma: Él se realizó pobre por nosotros. (2 Co 8, 9).
El Señor se arrepiente de los ricos, por el hecho de que encuentran su consuelo en la abundancia de recursos. Los orgullosos buscan el poder terrenal, al tiempo que los pobres de espíritu procuran el Reino de los Cielos. El abandono a la providencia del Padre del cielo libera de la preocupación por el mañana. La confianza en Dios dispone para la bienaventuranza de los pobres. Van a ver a Dios.
IV. deseo ver a dios
La promesa de ver a Dios supera toda bienaventuranza
El deseo de la verdadera felicidad libera al hombre del apego inmoderado a los bienes de este planeta, y encontrará su plenitud en la visión beata de Dios. La promesa de ver a Dios sobrepasa toda bienaventuranza. […] En las Escrituras, ver es tener. […] Por tanto, el que ve a Dios obtuvo todos los bienes que se tienen la posibilidad de imaginar.
Queda al pueblo beato batallar, con la felicidad del Altísimo, para obtener los bienes que Dios promete. Para tener y contemplar a Dios, los fieles de Cristo mortifican sus malos deseos y, con la felicidad del mismo Dios, triunfan sobre las seducciones del exitación y del poder.
En este sendero de perfección, el Espíritu y la Mujer llaman a quienes los escuchan a la perfecta comunión con Dios:
Va a haber verdadera gloria; nadie será alabado allí por error o adulación; los verdaderos honores no se negarán a los que los meritan, ni se darán a los indignos de ellos; además de esto, no habrá allí ningún indigno que los desee, puesto que sólo los dignos serán aceptados allí. Allí reinará la auténtica paz; absolutamente nadie va a tener oposición, ni de sí ni de otros. Dios mismo será la recompensa de la virtud, El que la dio y la prometió como recompensa, la mayor y mejor que puede existir: […] “Yo voy a ser su Dios, y ellos van a ser mi pueblo” (Lv 26,12) […] Este es asimismo el sentido de las expresiones del Apóstol: “A fin de que Dios sea todo en todos” (1 Cor 15, 28). Él mismo será el objetivo de nuestros deseos, Aquel a quien contemplaremos sin fin, amor sin saciedad, alabanza sin fatiga. Y este don, este cariño, esta ocupación va a ser sin duda común a todos como la vida eterna.
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Esperamos que le gustara nuestro articulo El Décimo Mandamiento: “No codiciarás las cosas de los demás”
y todo lo relaciona a Dios , al Santo , nuestra iglesia para el Cristiano y Catolico .
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