Cardenal Cantalamessa pronuncia tercer sermón de Cuaresma

Cardenal Cantalamessa pronuncia tercer sermón de Cuaresma

El Cardenal sigue con las medites sobre la Eucaristía, resaltando los horizontes poco a poco más extensos que se abren

Este viernes 25, el predicador de la Casa Pontificia, el cardenal Raniero Cantalamessa, pronunció el tercer sermón de Cuaresma en la Salón Paulo VI. Los sermones siempre se llevan a cabo los viernes en el periodo de Cuaresma. Los próximos serán los días 1 y 8 de abril.

Mira el sermón terminado a continuación:

Padre Raniero Cantalamessa, OFMCap.

COMUNIÓN CON EL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO

Tercer Sermón, Cuaresma 2022

En nuestra catequesis mistagógica sobre la Eucaristía -después de la Liturgia de la Palabra y la Consagración- llegamos al tercer instante, el de la comunión. Este es el momento de la Misa que expresa más precisamente la unidad fundamental y la igualdad de todos y cada uno de los integrantes del pueblo de Dios, alén de toda distinción de rango y ministerio. Hasta entonces, la distinción de ministerios es aparente: en la Liturgia de la Palabra, la distinción entre la Iglesia que enseña y la Iglesia que aprende; en la consagración, la distinción entre el sacerdocio del ministerio y el sacerdocio universal. En la comunión no hay distinción. La comunión que recibe el bautizado es idéntica a la que recibe el sacerdote o el obispo. La Comunión Eucarística es la proclamación sacramental de que la koinonía es lo primero en la Iglesia y es más importante que la jerarquía.

Reflexionemos sobre la Comunión Eucarística a partir de un texto de São Paulo:

¿No es la copa de bendición que bendecimos una comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Por el hecho de que el pan es uno, nosotros, siendo varios, somos un solo cuerpo, ya que todos formamos parte de ese único pan (1Cor 10,16-17).

La palabra “cuerpo” aparece un par de veces en ambos versículos, pero con un significado diferente. En el primer caso (“el pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo?”), indica el cuerpo real de Cristo, nacido de María, muerto y resucitado; en el segundo (“somos un solo cuerpo”), señala el cuerpo místico, la Iglesia. No se puede decir mucho más sucinta y precisamente que la comunión eucarística es siempre y en todo momento comunión con Dios y comunión con los hermanos; que en ella hay una dimensión, por así decirlo, vertical y una dimensión horizontal. Empecemos por el primero.

La Eucaristía comunión con Cristo

Busquemos reforzar qué género de comunión se establece entre nosotros y Cristo en la Eucaristía. En Juan 6:57, Jesús dice: “Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, de esta manera el que come de mí, va a vivir por mí”. La preposición “por” (en heleno, dià) tiene aquí un valor causal y final; indica tanto un movimiento de procedencia como un movimiento de destino. Quiere decir que quien come el cuerpo de Cristo vive “de él”, es decir, por él, en razón de la vida que procede de él, y vive “para él”, esto es, para su gloria, su amor. , su Reino. Como Jesús vive del Padre y para el Padre, de esta manera, participando del beato secreto de su cuerpo y de su sangre, nosotros vivimos de Jesús y para Jesús.

Es, de hecho, el principio escencial más fuerte el que asimila a sí mismo al menos fuerte, y no del revés. Es el vegetal el que asimila el mineral, no al revés; es el animal el que asimila tanto el vegetal como el mineral, no del revés. Entonces ahora, en el nivel espiritual, es lo divino quien asimila lo humano a sí mismo, y no al revés. Al paso que en todos los otros casos es el que come quien se asimila a sí mismo lo que come, aquí el que es comido es el que se asimila a sí mismo el que lo come. A los que se aproximan a recibirlo, Jesús les reitera lo que ha dicho a Agustín: “No me cambiaréis en vosotros, sino que nosotros les cambiaréis en mí”[1].

Un filósofo ateo afirmó: “El hombre es lo que come” (F. Feuerbach), queriendo decir que en el hombre no existe diferencia cualitativa entre materia y espíritu, sino todo se reduce a la componente orgánica y material. Un ateo, sin saberlo, ha dado la mejor formulación de un secreto cristiano. ¡Merced a la Eucaristía, un cristiano es realmente lo que come! San León Magno escribió hace bastante tiempo: “Nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no tiende más que a convertirnos en lo que ingerimos”.[2].

En la Eucaristía, por tanto, no sólo hay comunión entre Cristo y nosotros, sino más bien también asimilación, la comunión no es sólo unión de 2 cuerpos, de dos psiques, de dos voluntades, sino asimilación al único cuerpo, al único cabeza y voluntad de un solo Cristo. “Quien se integra al Señor se hace un solo espíritu con él” (1Cor 6,17).

La de la comida -de comer y tomar- no es la única analogía que disponemos de la Comunión Eucarística, si bien sea insustituible. Hay algo que no puede expresar, como tampoco la analogía de la comunión entre la vid y el sarmiento: son comuniones entre cosas, no entre personas. Se comunican, pero sin saberlo. Quisiera insistir en otra analogía que nos puede ayudar a comprender la naturaleza de la comunión eucarística como comunión entre personas que saben y quieren estar en comunión.

La Carta a los Efesios dice que el matrimonio humano es símbolo de la unión entre Cristo y la Iglesia: “Por consiguiente, dejará el hombre a su padre ahora su madre, y se unirá a su mujer, y los 2 serán solo una carne. ¡Este secreto es grande, lo digo con referencia a Cristo y la Chiesa!” (Efesios 5:31-33). La Eucaristía -para utilizar una imagen atrevida pero verídica- es la consumación del matrimonio entre Cristo y la Iglesia, y una vida cristiana sin la Eucaristía es un matrimonio ratificado pero no consumado. En el momento de la Comunión, el celebrante exclama: “Bienaventurados los convidados a la Cena del Señor”. (Beati qui ad coenam agni vocati sunt) y el Apocalipsis –de donde se toma la oración– dice aún más explícitamente: “Bienaventurados los invitados a la cena de las bodas del Cordero” (Ap 19,9).

Ahora bien -todavía según san Pablo- la consecuencia instantánea del matrimonio es que el cuerpo (o sea, toda la persona) del marido se convierte en el de la mujer, y viceversa, el cuerpo de la mujer se transforma en el del marido (cf. 1Cor 7, 4). . Esto quiere decir que la carne incorruptible y vivificante del Verbo Encarnado se hace “mía”, pero también mi carne, mi humanidad, se hace de Cristo, es correcta por él. En la Eucaristía, nos llega el cuerpo y la sangre de Cristo, ¡pero Cristo también “recibe” nuestro cuerpo y nuestra sangre! Jesús, escribe san Hilario de Poitiers, asume la carne de quien acepta su[3]. Él nos dice: “Aquí, este es mi cuerpo”, pero también tenemos la posibilidad de decir: “Aquí, este es mi cuerpo”.

Tratemos de entender las consecuencias de todo lo mencionado. En su vida terrenal, Jesús no tuvo todas las experiencias humanas probables e imaginables. Para empezar, era un hombre, no una mujer: no vivía en la condición de la mitad de la humanidad; no estaba casado, no había experimentado lo que significa estar unido de por vida a otra criatura, tener hijos, o peor, perder hijos; murió joven, jamás conoció la vejez…

Pero en este momento, gracias a la Eucaristía, tiene todas estas experiencias. La condición femenina vive en la mujer, en el enfermo, la patología, en el anciano, la vejez, en el emigrante, en la precariedad, en el bombardeado, en el terror… No hay nada en mi vida que no sea de Cristo. Absolutamente nadie puede decir: “¡Oh, Jesús no sabe lo que significa estar casada, ser mujer, haber perdido un hijo, estar enferma, ser anciana, ser una persona de color!” Lo que Cristo no ha podido vivir “según la carne”, él lo vive y “experimenta” en este momento resucitado “según el Espíritu”, gracias a la comunión esponsal de la Misa. Santa Isabel de la Trinidad comprendió la razón profunda de esto cuando escribió a su madre: “La mujer es de su marido. Mi (Marido) me llevó. Él quiere que yo sea una adición de humanidad para él”.[4].

¡Qué fundamento inagotable de asombro y de consuelo meditar que nuestra humanidad se transforma en la raza humana de Cristo! Pero asimismo, ¡qué compromiso es todo esto! Si mis ojos se convirtieron en los ojos de Cristo, mi boca en los de Cristo, esta es la razón para que mi mirada no se detenga en imágenes lascivas, mi lengua para que no hable contra mi hermano, mi cuerpo para que no ayuda de instrumento de pecado. “¿Podría yo convertir a los integrantes de Cristo en integrantes de una prostituta?”, escribe San Pablo con terror a los Corintios (1Cor 6,15).

Sin embargo, eso no es todo; falta la parte mucho más hermosa. El cuerpo de la esposa forma parte a su marido; pero también el cuerpo del marido pertenece a la mujer. Del dar hay que pasar instantaneamente, en comunión, al recibir. ¡Reciban nada menos que la santidad de Cristo! ¿Dónde tendrá lugar, en concreto, en la vida del creyente, ese “fantástico trueque” (admirabile commercium) del que habla la liturgia, si no tiene sitio en el momento de la comunión?

Allí podemos ofrecer a Jesús nuestros arrapos y recibir de él el “vestido de justicia” (Is 61,10). En efecto, está escrito que él “se nos hizo de Dios sabiduría, justicia, santificación y redención” (cf. 1Cor 1,30). en que se ha convertido “por nosotros” está designado a nosotros, nos forma parte. “Ya que –redacta Cabasilas– puesto que por el momento no nos pertenecemos a nosotros, sino más bien a Cristo, que nos salvó por un alto precio (cf. 1Cor 6,20), se sigue que lo que es de Cristo nos pertenece a nosotros, es más nuestro que nuestro. que lo que viene de nosotros”[5]. Solo requerimos recordar una cosa: ¡somos de Cristo por derecho, él nos pertenece por gracia!

Es un descubrimiento capaz de dar alas a nuestra vida espiritual. Este es el golpe de la audacia de la fe, y debemos orar a Dios para que no nos permita morir sin antes haberlo logrado.

La Eucaristía, comunión con la Trinidad

Pensar sobre la Eucaristía es como ver horizontes cada vez más amplios que se abren ante nosotros, a medida que avanzamos, uno encima del otro, hasta donde consigue la vista. El horizonte cristológico de comunión que hemos contemplado hasta aquí se abre, en verdad, a un horizonte trinitario. En otras expresiones, mediante la comunión con Cristo, entramos en comunión con toda la Trinidad. En su “oración sacerdotal”, Jesús dice al Padre: “Que ellos sean uno, como nosotros somos uno. yo en ellos y tú en mí” (Jn 17,23). Esas expresiones: “Yo en ellos y tú en mí”, significan que Jesús está en nosotros y que en Jesús está el Padre. Por ende, no se puede recibir al Hijo sin recibir asimismo al Padre con él. Las expresiones de Cristo: “Quien me vió a mí, vió al Padre” (Jn 14,9), significa también “quien me recibe a mí, recibe al Padre”.

La razón última de esto es que el Padre, el Hijo y el Espíritu Beato son una naturaleza divina única y también inseparable, son “uno”. San Hilario de Poitiers escribe sobre esto: “Nos encontramos unidos a Cristo, que es inseparable del Padre. Él, aun continuando unido al Padre, continúa unido a nosotros; de esta forma asimismo nosotros venimos a la unidad con el Padre. De hecho, Cristo está en el Padre connaturalmente, como engendrado por él; pero en cierto modo asimismo nosotros, a través de Cristo, somos connaturalmente en el Padre. Él vive en virtud del Padre y nosotros vivimos en razón de su humanidad”.[6].

Lo que se dice del Padre es también cierto del Espíritu Beato. En la Eucaristía hay una réplica sacramental de lo que sucedió en la vida terrena de Cristo. En el momento de su nacimiento terrenal, es el Espíritu Santurrón quien da a Cristo al planeta (¡María concibió por obra del Espíritu Santurrón!); en el momento de la muerte, es Cristo quien da el Espíritu Santo al mundo (al fallecer, “entregó el Espíritu”). De igual forma, en la Eucaristía, en el instante de la consagración, es el Espíritu Beato quien nos da a Jesús (¡es por la acción del Espíritu que el pan se convierte en el cuerpo de Cristo!), en el momento de la comunión es Cristo que, viniendo a nosotros, nos das el Espíritu Santurrón.

San Ireneo (¡al fin Doctor de la Iglesia!) dice que el Espíritu Beato es “nuestra misma comunión con Cristo”[7]. En la comunión, Jesús viene a nosotros como dador del Espíritu. No como aquel que una vez, hace un buen tiempo, dio el Espíritu, sino más bien como esos que en este momento, habiendo terminado su sacrificio incruento sobre el altar, vuelven a “dar el Espíritu” (cf. Jn 19,30). La Eucaristía no es sólo la Pascua día tras día; ¡asimismo es Pentecostés períodico!

Comunión unos con otros

Desde estas alturas vertiginosas, volvamos en este momento a la tierra y pasemos a la segunda dimensión de la comunión eucarística: la comunión con el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Recordemos las expresiones del Apóstol: “Pues el pan es uno, nosotros, siendo varios, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan”.

San Agustín, desarrollando un pensamiento ya esbozado en la Didaké, ve una analogía en el modo perfecto en que se forman los dos cuerpos de Cristo: el eucarístico y el eclesial. En la situacion de la Eucaristía, contamos el grano de trigo primero echado en los montes que, trillado, molido, mezclado con agua y cocido al fuego, se transforma en el pan que llega al altar; en la situacion de la Iglesia, tenemos la multitud de personas que, reunidas por la predicación del Evangelio, molidas por el ayuno y la penitencia, mezcladas en el agua del bautismo y cocidas en el fuego del Espíritu, forman el cuerpo que es el Iglesia[8].

Instantaneamente, al respecto, nos llama la atención la palabra de Cristo: “Si, pues, traes tu ofrenda al altar, y te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda enfrente del altar, ve primero reconcíliate con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt 5,23-24). Si vas a comulgar, pero has insultado a un hermano y no te has reconciliado, te semejas –aún decía san Agustín a la gente– a alguien que ve venir a un amigo, al que no ve desde hace años. Corres a su encuentro, te levantas de puntillas para besarle la frente… Pero, cuando haces este ademán, no te das cuenta de que le pisas los pies con los zapatos llenos de clavos.[9]. Hermanos y hermanas son los pies de Jesús que aún pasea por la tierra

Comunión con los pobres

Esto es en especial cierto en el caso de los pobres, los afligidos y los marginados. El que dijo del pan: “O sea mi cuerpo”, ha dicho también de los pobres. Lo ha dicho en el momento en que, comentando de lo que se había realizado por los hambrientos, los sedientos, los enjaulados y los desnudos, declaró solemnemente: “¡Tú me lo hiciste!”. Es como decir: “Tuve hambre, tuve sed, fui el extranjero, el enfermo, el preso” (cf. Mt 25,35ss). Ya he recordado el instante en que esta verdad casi estalló dentro de mí. Yo se encontraba en una misión en un país muy pobre. Caminando por las calles de la capital, por todas partes vi niños cubiertos de trapos sucios, corriendo detrás del camión de la basura en pos de algo para comer. En determinado instante, fue tal y como si Jesús me afirmara por dentro: “¡Mira bien: ese es mi cuerpo!”. Fue increíble.

La hermana del gran filósofo cristiano Blaise Pascal relata el próximo hecho sobre su hermano. En su última patología, no pudo retener nada de lo que comía y, por tanto, no se le permitió recibir el viático, que solicitaba con insistencia. Luego ha dicho: “Si no puedes darme la Eucaristía, al menos deja ingresar a un pobre en mi habitación. Si no puedo comulgar con la Cabeza, al menos deseo comulgar con su cuerpo”.[10].

El único impedimento para recibir la Comunión que San Pablo menciona explícitamente es el hecho de que, en la reunión, “uno pasa apetito y otro se emborracha”: “En efecto, cuando os reunís, no es para comer la Cena del Señor, porque cada uno de ellos uno se apura a comer su propia cena y mientras uno tiene apetito, el otro se emborracha” (1 Cor 11,20-21). Decir “esto no es comer la Cena del Señor” es como decir: ¡la tuya ya no es una verdadera Eucaristía! Es una declaración contundente, también desde un punto de vista teológico, a la que quizás no prestamos suficiente atención.

Actualmente, la situación en la que alguien pasa apetito y otro desaprovecha la comida por el momento no es un problema local, sino global. No probablemente halla nada en común entre la Cena del Señor y el almuerzo del rico, donde el maestro hace un festín abundante, ignorando al pobre que está a la puerta (cf. Lc 16, 19ss). La preocupación por comunicar lo que se tiene con los necesitados, próximos y lejanos, debe ser parte integral de nuestra vida eucarística.

No existe quien, queriendo, no pueda, durante la semana, realizar uno de esos gestos de los que charla Jesús: “Tú me lo hiciste”. Comunicar no significa sencillamente “dar algo”: pan, ropa, hospitalidad; también significa visitar a alguien: un preso, un enfermo, un adulto mayor solitario. No es solo ofrecer tu dinero, sino más bien asimismo tu tiempo. Los pobres y los que sufren necesitan solidaridad y amor, no menos que pan y vestido, singularmente en este tiempo de aislamiento impuesto por la pandemia.

Jesús ha dicho: “A los pobres siempre los vais a tener con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis” (Mt 26,11). Esto también es cierto en el sentido de que no siempre tenemos la posibilidad de recibir el cuerpo de Cristo en la Eucaristía, e inclusive cuando lo recibimos, solo dura unos minutos, al paso que siempre podemos recibirlo en los pobres. Aquí no hay límites, solo es requisito que lo deseemos. Los pobres están siempre al alcance de la mano. Toda vez que nos encontremos con alguien que sufre, especialmente si se trata de ciertas formas extremas de sufrimiento, si estamos atentos, escucharemos, con los oídos de la fe, la palabra de Cristo: “¡Esto es mi cuerpo!”.

Concluyo con una pequeña historia que leí en alguna parte. Un hombre ve a una pequeña anémica, descalza y temblando de frío, y clama a Dios, prácticamente enojado: “Oh Dios, ¿por qué razón no haces algo por esa pequeña?”. Dios responde: “Claro que hice algo por esa pequeña: ¡te hice a ti!

Que Dios nos ayude a recordar esto en el instante oportuno.

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Traducción por fr. Ricardo Farias, ofmcap

[1] Cf. Agustín, Confesiones, VII,10.

[2] Cf. León Magno, Sermón 12 sobre la Pasión, 7 (CCL 138A, p. 388).

[3] Cf. Hilario de Poitiers, De Trinitate, 8, 16 (PL 10, 248): “Eius tantum in se adsumptam habens carnem, qui suam sumpserit”.

[4] Cf. Isabel da Trindade, Carta 261, a su madre (en Scritti, Roma 1967, p. 457).

[5] No. Cabasilas, Vida en Cristo, IV,6 (PG 150.613).

[6] Cf. Hilario de Poitiers, De Trinitate, VIII,13-16 (PL 10, 246ff).

[7] Cf. Ireneo, Adversus haereses, III, 24, 1.

[8] Cf. Agustín, Sermo Denis 6 (PL 46, 834 ss).

[9] Cf. Agustín, Comentario a la Primera Epístola de Juan, 10.8.

[10] Cf. Life of Pascal, en B. Pascal, Ouvres complètes, París 1954, pp. 3ss.

Fuente: Novedosa Canción

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