Cardenal Cantalamessa pronuncia quinto sermón de Cuaresma

Cardenal Cantalamessa pronuncia quinto sermón de Cuaresma

El cardenal Raniero prosigue las inflexiones invitando a cada leal a hacer su propia revisión de vida: prácticas, ocupaciones, horarios de trabajo, distribución y uso del tiempo.

Este viernes 8, el cardenal Raniero Cantalamessa pronunció su quinto sermón. El punto primordial de la meditación de hoy es la próxima pregunta: ¿Por qué razón Juan, en el relato de la última cena, no charla de la institución de la Eucaristía, sino del lavatorio de los pies?

Mira el sermón completo a continuación:

Padre Raniero Cantalamessa, OFMCap.

“TE DÍ EL EJEMPLO”

Quinta Predicación, Cuaresma 2022

Nuestra meditación de el día de hoy una parte de una pregunta: ¿por qué razón Juan, en el relato de la última cena, no charla de la institución de la Eucaristía, sino del lavatorio de los pies? ¿Precisamente él, que había dedicado un capítulo entero de su Evangelio a preparar a sus acólitos para comer su carne y tomar su sangre?

La razón es que en todo cuanto se refiere a la Pascua ahora la Eucaristía, Juan muestra que desea resaltar mucho más el acontecimiento que el sacramento, esto es, mucho más el sentido que el signo. Para él, la novedosa Pascua no empieza tanto en el Cenáculo, en el momento en que se instaura el rito que debe conmemorarla (es sabido que la última cena de Juan no es una cena “pascual”); empieza más en la cruz, cuando se cumple el hecho que ha de ser conmemorado. Es allí donde se genera el paso de la vieja Pascua a la novedosa. De ahí que, destaca que Jesús en la cruz “no se quebró hueso”: pues esto se encontraba prescrito para el cordero pascual en el Éxodo (Jn 19,36; Ex- 12,46).

El significado del lavapiés

Es importante comprender bien el concepto que tiene para Juan el lavatorio de los pies. La última Constitución Apostólica Praedicate Evangelium lo menciona en el Preámbulo como el icono mismo del servicio que debe caracterizar toda la obra de la Curia Romana. Nos asiste a comprender de qué forma se puede realizar de la vida una Eucaristía y de este modo “imitar en la vida lo que se celebra en el altar”. Nos encontramos ante uno de esos episodios (otro es el episodio inicial del del costado) en los que el evangelista deja comprender precisamente que hay un secreto detrás que va alén del hecho contingente que podría, en sí mismo, parecer insignificante.

“Yo – afirma Jesús – os di un caso de muestra”. ¿Qué nos dio como un ejemplo? ¿De qué manera se deben lavar los pies concretamente cada vez que nos sentamos a la mesa? ¡Ciertamente no solo eso! La respuesta está en el Evangelio: “El que quiera ser el mayor entre nosotros será vuestro servidor, y el que desee ser el primero entre nosotros va a ser el servidor de todos; por el hecho de que el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino más bien para ser útil y para ofrecer su historia en rescate por varios” (Mc 10, 43-45).

En el Evangelio de Lucas, precisamente en el contexto de la Última Cena, Jesús relata una palabra que parece pronunciada en el final del lavatorio de los pies: “Después de todo, ¿quién es el mayor: el de la mesa o el que sirve? ¿No es él el de la mesa? Pero yo estoy entre vosotros como el que sirve” (Lc 22,27). Según el evangelista, Jesús ha dicho estas palabras por el hecho de que se había suscitado una discusión entre los acólitos acerca de quién de ellos podía ser considerado el mayor (cf. Lc 22,24).

Quizás fue exactamente esta situación la que inspiró a Jesús a lavar los pies, como una especie de parábola en acción. Mientras los acólitos tienden a discutir animadamente entre ellos, él se levanta en silencio de la mesa, toma una palangana y una toalla, luego regresa y se arrodilla ante Pedro para lavarle los pies, dejándolo, comprensiblemente, en la mayor confusión: “Señor, ¿Me lavas los pies? (Jn 13,6).

En el lavabo de los pies, fue tal y como si Jesús quisiera sintetizar todo el sentido de su vida, para que quedara bien grabado en la memoria de los acólitos y, un día, cuando tengan la posibilidad de entender, comprenderían: “En este momento no comprendes lo que estoy haciendo; después comprenderéis” (Jn 13,7). Ese ademán, puesto como conclusión de los Evangelios, nos dice que toda la vida de Jesús, de principio a fin, fue un lavatorio de pies, o sea, un servicio a los hombres. Ésta, como dicen ciertos exegetas, era una pro-existencia, es decir, una existencia vivida en favor del resto.

Jesús nos dio el ejemplo de una vida consumida por el resto, una vida hecha “pan partido para el mundo”. Com as palavras: “Também vós façais assim como eu vos fiz”, Jesus institui, assim, a diakonía, ou seja, o serviço, elevando-o a lei fundamental, ou melhor, a modo de vida y también a modelo de todas as relações en la iglesia. Como si dijera, también con en comparación con lavatorio de los pies, lo que ha dicho cuando instituyó la Eucaristía: “¡Haced esto en memoria mía!”.

En este punto debo realizar una pequeña digresión antes de continuar el discurso. Un viejo Padre, el Santo Isaac de Nínive, daba este consejo a todo aquel que es impulsado por el deber a charlar de cosas espirituales, que aún no ha alcanzado en la vida: “Comentando de eso – ha dicho – como alguien que forma parte a la clase de los discípulos y no con autoridad, después de haber humillado tu alma y hecho menos que todos tus oyentes “[1]. Hete aquí, venerables padres, hermanos y hermanas, el espíritu con que me atrevo a hablaros de servicio a nosotros que lo viváis a diario.

Recuerdo la amable observación que el cardenal Franjo Šeper, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, nos logró una vez a nosotros, integrantes de la Comisión Teológica Internacional: “Ustedes teólogos – dijo sonriendo – no escriban algo que, una vez terminado, firma tu nombre y apellido. Nosotros en la Curia debemos realizar todo de forma anónima”. Es una cualidad del servicio evangélico que me da motivo de admiración y gratitud por tantos servidores anónimos de la Iglesia que trabajan en la Curia romana, en las Curiae diocesanas y en las Nunciaturas.

el espíritu de servicio

Volvamos al tema. Debemos profundizar en lo que significa “servicio”, para lograr llevarlo a cabo en nuestra vida y no quedarnos en expresiones. El servicio no es, en sí, una virtud; en ninguna lista de las virtudes o frutos del Espíritu, como los llama el Nuevo Testamento, está la palabra diakonía, servicio. Al revés, se charla aun de ser útil al pecado (cf. Rom 6,16) o de servir a los ídolos (cf. 1Cor 6,9), lo que precisamente no es un excelente servicio. El servicio en sí mismo es una cosa neutra: señala una condición de vida, o una manera de relacionarse con el resto en el trabajo, estando libre para el resto. Aun puede ser algo negativo, si se hace por coerción (esclavitud), o simplemente por interés.

Hoy todos charlan de servicio; todos dicen que están en el servicio: el comerciante atiende a los clientes; de toda persona que ejerce un oficio en la sociedad, diríase que presta servicio, o que está en servicio. Pero es claro que el servicio del que se habla en el Evangelio es algo completamente diferente, aunque en sí mismo no excluye ni siempre descalifica el servicio tal como es comprendido por el mundo. La diferencia está toda en las motivaciones en la postura interior con la que se hace el servicio.

Releamos el relato del lavabo de los pies, para ver con qué espíritu lo cumple Jesús y qué le desplaza: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el planeta, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). El servicio no es una virtud, sino que aflora de las virtudes y, ante todo, de la caridad; es, más bien, la expresión máxima del mandamiento nuevo. El servicio es una forma de manifestar el ágape, o sea, ese amor que “busca su interés” (cf. 1Cor 13,5), pero el de los demás, que está hecho no sólo de buscar sino más bien también de ofrecer. Es, al fin y al cabo, una participación y una imitación del acto de Dios que, siendo “el Bien, todo el Bien, el Sumo Bien”, no puede amar y beneficiarse sino de forma gratuita, sin ningún interés propio.

Por consiguiente, el servicio evangélico, a diferencia del de todo el mundo, no es de los inferiores, de los necesitados, de los que no tienen, sino más bien de los que tienen, de los encumbrados, de los que tienen. A quien mucho se le ha dado, bastante se le solicitará en servicio (cf. Lc 12,48). De ahí que Jesús afirma que en su Iglesia es sobre todo “el que gobierna” que ha de ser “como el que sirve” (Lc 22,26) y que es “el primero” que debe ser “el servidor de todos” ( Mc 10, 44). El lavabo de los pies – afirmaba mi instructor de exégesis en Friburgo, Ceslas Spicq – es “el sacramento de la autoridad cristiana”.

Junto a la gratuidad, el servicio expresa otra enorme característica del ágape divino: la humildad. Las expresiones de Jesús: “Tienen que lavarse los pies unos a otros” significan: deben prestarse unos a otros los servicios de la caridad humilde. Caridad y humildad juntas forman el servicio evangélico. Jesús ha dicho una vez: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Pero, ahora que lo pienso, ¿qué logró Jesús para definirse a sí mismo como “humilde”? ¿Quizás tenías baja autovaloración o charlabas modestamente de ti mismo? Por el contrario, en exactamente el mismo episodio del lavatorio de los pies, afirma que es “Señor y Maestro” (cf. Jn 13,13).

¿Qué hizo, entonces, para definirse “humilde”? Se inclinó, ¡a ser útil! Desde el momento de la encarnación, no ha hecho mucho más que descender, descender, hasta ese punto radical, en el momento en que lo observamos de rodillas, instantaneamente de lavar los pies de los apóstoles. Qué temblor se debe haber producido entre los ángeles, al ver al Hijo de Dios en un estado tan bajo, en el que no se animan a fijar la mirada (cf. 1Pt 1,12).

¡El Constructor está de rodillas ante la criatura! “Avergüénzate, gris orgullosa: ¡Dios se abaja y tú te levantas!”, se decía San Bernardo[2]. Entendida de esta manera, esto es, como agacharse para servir, la humildad es verdaderamente el modo perfecto real de asemejarse a Dios e imitar la Eucaristía en nuestra vida. “Mirad, hermanos, la humildad de Dios – exclama Francisco de Asís y derramad vuestros corazones ante él; Humillaos vosotros asimismo, a fin de que seáis exaltados por Él. Por tanto, no os privéis de nada para vosotros mismos, a fin de que el que se da a nosotros íntegro, les reciba íntegro”.[3].

discernimiento de espíritus

El fruto de esta meditación ha de ser una valiente revisión de nuestra vida: costumbres, oficios, horarios de trabajo, distribución y uso del tiempo, para poder ver si realmente es un servicio y si en ese servicio hay amor y humildad. El punto fundamental es saber si servimos a los hermanos o si, por el contrario, servimos a los hermanos. El que, quizás, se divide en cuatro por el resto, como dicen, emplea a sus hermanos y los instrumentaliza, pero en todo cuanto hace no es desinteresado, busca, de alguna forma, la aprobación, el reconocimiento o la satisfacción de sentirse en paz. y benevolente en tu corazón.

El Evangelio muestra demandas extremadamente radicales sobre este punto: “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” (Mt 6,3). Todo cuanto se hace consciente y precisamente “para ser visto por los hombres” se pierde. “Christus non sibi placuit”: ¡Cristo no procuró lo que le gustaba! (Rm 15,3): esta es la regla del servicio.

Para “discernir los espíritus”, o sea, las intenciones que nos mueven en nuestro servicio, es útil ver qué servicios hacemos voluntariamente y cuáles intentamos de desviar en todos los sentidos. Mira, además de esto, si nuestro corazón está dispuesto a abandonar –en el momento en que se nos solicita– un servicio noble, que da brillo, por uno humilde que nadie va a reconocer.

Los servicios mucho más seguros son esos que hacemos sin que nadie, ni siquiera el que los recibe, se dé cuenta, sino solo el Padre que ve en lo secreto. Jesús elevó a símbolo de servicio entre los gestos mucho más humildes populares en su tiempo y que comunmente se confiaba a los esclavos: el lavado de pies. San Pablo exhorta: “No seáis vanidosos, sino acomodaos a las cosas humildes” (Rm 12,16).

Al espíritu de servicio, opóngase el deseo de controlar, el hábito de imponer la propia intención y nuestra forma de ver o llevar a cabo las cosas a el resto. Al fin y al cabo, autoritarismo. De manera frecuente, quienes se conmueven por estas disposiciones no son conscientes del padecimiento que ocasionan y se sorprenden al ver que los demás no muestran aprecio por su “interés” y esfuerzo, e inclusive se sienten víctimas. Jesús les ha dicho a sus apóstoles que ellos eran como “corderos entre lobos”, pero son, por contra, lobos entre corderos.

Gran parte de los sufrimientos que en ocasiones aquejan a una familia o a una red social se tienen que a la existencia en ellos de algún espíritu autoritario y despótico que pisotea a los demás y que, con el pretexto de “servir” a los demás, de todos modos “se sirve” de otros. otros.

¡Es muy probable que ese “alguien” seamos solo nosotros! Si disponemos una pequeña duda al respecto, sería bueno cuestionar sinceramente a quienes viven a nuestro lado y darles la posibilidad de expresarse sin miedo. Si sucede que asimismo le hacemos la vida bien difícil a alguien con nuestro carácter, debemos admitir humildemente la realidad y repensar nuestro servicio.

Al espíritu de servicio también se enfrenta, por otro lado, un apego exagerado a los propios hábitos y comodidades. Para resumir, el espíritu de autocomplacencia. No puede servir con seriedad a los demás quien está siempre y en todo momento dispuesto a complacerse a sí mismo, quien hace un ídolo de su propio reposo, de su momento de libertad, de su horario. La regla del servicio siempre es exactamente la misma: Cristo no procuró complacerse a sí mismo.

El servicio, como hemos visto, es la virtud caracteristica de quien preside, es lo que Jesús dejó a los pastores de la Iglesia, como su herencia mucho más querida. Todos y cada uno de los carismas, hemos visto, están dependiendo del servicio; pero de manera muy especial lo es el carisma de los “pastores y profesores” (cf. Ef 4,11), esto es, el carisma de la autoridad. ¡La Iglesia es “atractiva” para servir y también es “jerárquica” para ser útil!

El servicio del espíritu

Si para todos los cristianos servir significa “no vivir mucho más para sí mismos” (cf. 2Cor 5,15), para los pastores significa: “no alimentarse a sí mismos”: “¡Ay de los pastores de Israel, que se alimentan a sí mismos! ¿No deberían los pastores apacentar a las ovejas?” (Ez 34,2).

Para el planeta, nada hay mucho más natural y justo que eso, o sea, que quien es señor (dominus) “domina”, esto es, actúa como dominador. Entre los discípulos de Jesús, sin embargo, “no es de esta manera”, sino que el que es señor debe ser útil. “Nosotros no pretendemos controlar vuestra fe – escribe San Pablo -. Al revés, somos ayudantes de vuestro gozo” (2 Cor 1,24).

El apóstol Pedro sugiere lo mismo a los pastores: “No como señores de la heredad que se os ha confiado, sino más bien como modelos para el rebaño” (cf. 1P 5,3). No es moco de pavo, en el ministerio pastoral, evitar la mentalidad del gobernante de la fe; se insertó muy temprano en la concepción de la autoridad. En uno de los documentos mucho más viejos sobre el ministerio episcopal (la Didascalia Siriaca), encontramos ya una concepción que muestra al obispo como el monarca, en cuya Iglesia nada puede realizarse, ni por los hombres ni por Dios, sin pasar por él.

Para los pastores, y como pastores, es de manera frecuente sobre este punto que se decide el inconveniente de la conversión. ¡Qué fuertes y apasionadas suenan las palabras de Jesús después del lavabo de los pies: “Yo, el Señor y Profesor…!”. Jesús “no tuvo por privilegio ser igual a Dios” (Fil 2,6), es decir, no tuvo miedo de comprometer su dignidad divina, de beneficiar la ofensa por la parte de los hombres, despojándose de su permisos y mostrando exteriormente un hombre entre otros hombres (“similar a los hombres”). Jesús vivió con sencillez.

La facilidad fué siempre y en todo momento principio y signo de un verdadero retorno al Evangelio. Es requisito imitar el acto de Dios. Nada hay –escribía Tertuliano– que caracterice mejor la acción de Dios que el contraste entre la sencillez de los medios y modos exteriores con los que obra y la excelencia de los efectos espirituales que obtiene.[4]. El mundo precisa grandes aparatos para accionar e impresionar; No Dios.

Hubo un tiempo en que la dignidad de los obispos se expresaba en insignias, títulos, castillos, ejércitos. Eran, como dicen, príncipes-obispos, pero considerablemente más príncipes que obispos.

La Iglesia vive el día de hoy, en este punto, en un tiempo que, en comparación, parece dorado. Conocí a un obispo hace varios años que creyó que era natural pasar algunas horas cada semana en un hogar de ancianos para ayudar a los ancianos a vestirse y comer. Había tomado el lavatorio de pies verdaderamente. Yo mismo debo decir que he tenido los mejores ejemplos de facilidad en mi vida de ciertos obispos.

No obstante, es necesario preservar, también en este aspecto, una enorme independencia evangélica. La facilidad exige que no nos coloquemos por encima de los demás, ni siquiera, siempre y tercamente, por debajo de ellos, para mantener, de una manera u otro, las distancias, sino aceptemos, en las cosas cotidianas de la vida, ser como el resto. . Hay personas –mira con precisión Manzoni– que, en la humildad, tienen suficiente para ponerse bajo las buenas personas, pero no al mismo nivel.[5].

En ocasiones, el mejor servicio no consiste en ser útil, sino en dejarse servir, como Jesús que, según las situaciones, asimismo supo estar a la mesa y dejarse lavar los pies (cf. Lc 7,38) y que , aceptó con gusto los servicios que le prestaron durante sus viajes ciertas mujeres desprendidas y cariñosas (cf. Lc 8, 2-3).

Hay otra cosa que hay que decir sobre el servicio de los pastores, y es esto: el servicio a los hermanos, por esencial y beato que sea, no es lo primero ni lo fundamental; más bien, está el servicio de Dios. Jesús es, ante todo, el “Siervo de Yahvé”, y luego asimismo el siervo de los hombres. Les recuerda esto a sus propios padres, diciendo: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es requisito estar?” (Lc 2,49). No dudó en defraudar a las multitudes, que llegaban para escucharlo y dejarse asesorar, dejándolas improvisadas para retirarse a sitios solitarios a orar (cf. Lc 5,16).

Asimismo el servicio evangélico ahora se ve asaltado por el riesgo de la secularización. Con mucha sencillez se da por sentado que todo servicio al hombre es servicio a Dios. San Pablo habla de un servicio del Espíritu (diakonía pneumatos) (2Cor 3,8), al que están destinados los ministros del Nuevo Testamento. ¡El espíritu de servicio debe expresarse en los pastores a través del servicio del Espíritu!

Quien, como el sacerdote, es llamado por vocación a tal servicio “espiritual”, no sirve a sus hermanos si les presta otros cien o mil servicios, sino desatiende el único servicio que está en su derecho a esperar de él y que solo el puede dar.. Está escrito que el sacerdote “es tomado de entre el pueblo y representa al pueblo en su trato con Dios” (Heb 5:1). Cuando este problema brotó por primera vez en la Iglesia, Pedro lo resolvió diciendo: “No está bien que dejemos de predicar la palabra de Dios para ser útil las mesas… Nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra. ” (Hechos 6:2-4).

Hay pastores que, en verdad, han vuelto al servicio de mesa. Se ocupan de todo tipo de inconvenientes materiales, económicos, administrativos, en ocasiones hasta agrícolas que hay en su red social (aun cuando bien podrían dejarlo a cargo de otros), y descuidan su auténtico e insustituible servicio. El servicio de la Palabra necesita horas de lectura, estudio, oración. Si hay una protesta general que hoy circula entre los leales de la Iglesia es esta: la insuficiencia, el vacío, de la predicación. Varios salen de Misa insatisfechos con la homilía, secos en vez de enriquecidos. Hay que repetirlo con Isaías: “Los pobres y los menesterosos procuran el agua y no la hay” (Is 41,17). El pueblo busca pan ahora menudo se le da un escorpión, es decir, palabras huecas, molidas, palabras que no son de Dios.

Justo después de argumentar a los apóstoles el concepto del lavatorio de pies, Jesús les ha dicho: “Sabiendo todo esto, vais a ser contentos si lo practicáis” (Jn 13,17). Asimismo nosotros seremos felices si no nos conformamos con saber estas cosas, esto es, que la Eucaristía nos impulsa al servicio y al comunicar, pero si las ponemos en práctica, probablemente a partir de hoy. La Eucaristía no es sólo un misterio para consagrar, recibir y venerar, sino más bien asimismo un misterio para imitar.

Antes de acabar, no obstante, debemos recordar una verdad que subrayamos en todas y cada una nuestras medites sobre la Eucaristía: ¡la acción del Espíritu Santurrón! ¡Tengamos cuidado de no achicar el don al deber! No sólo se nos ordena lavarnos los pies y servirnos a nosotros mismos: se nos ofrece la gracia de poder llevarlo a cabo.

El servicio es un carisma y, como todo carisma, es “una manifestación especial del Espíritu para el bien común” (1 Cor 12, 7); “Cada uno vive según el don (¡carisma!) recibido, poniéndolo al servicio del resto”, dice el Apóstol Pedro en su Primera Carta (1 Pt 4,10). El don precede al deber y hace posible su cumplimiento. Esta es “la buena nueva” – el Evangelio – que la Eucaristía es la memoria consoladora de cada día.

Fuente: Novedosa Canción

Pío


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